En el reciente libro-entrevista El jesuita (Sergio Rubin y Francesca Ambroguetti, Ed. Vergara, 2011), el Papa afirma que su película preferida es El festín de Babette, dirigida por Gabriel Axel en 1987, Óscar al mejor filme extranjero. Me alegró leer eso, porque también a mí me parece uno de los filmes más preciosos de los 80. Tierno, sugerente, lleno de emotividad, es un relato que no deja indiferente, que hilvana temas profundos con los hilos delicados de historias frágiles. De fondo, percibimos el gran tema de la religión: la distinta concepción de católicos y protestantes en lo relativo a la felicidad.

El festín de Babette es, en el plano más superficial, un homenaje al sentido social y humano que se esconde detrás de algo en apariencia tan material como la gastronomía, el noble oficio de cocinar. Porque comer no es una mera necesidad biológica, propia de animales. El hombre es también espiritual, y su dimensión espiritual es capaz de transformar la comida en un arte con el que agasajar a los demás, en una manifestación de cariño y afecto. Babette, en su festín, muestra cómo el trabajo abnegado en la cocina es capaz de encender y unir corazones antes gélidos y distantes.

En un segundo plano, la película es también un bello canto a la generosidad, a la capacidad humana de dar sin esperar nada a cambio. En toda familia que funciona hay al menos uno o una que viven con ese espíritu generoso y desinteresado.

En un tercer plano, la película muestra el contraste entre el calor de la fe católica de Babette, que afirma que el mundo es bueno porque ha salido de las manos de Dios, y esa fría desviación del cristianismo que es el calvinismo puritano, dominante en el pueblo danés al que ha llegado la cocinera francesa Babette. La fe católica aporta alegría y ganas de vivir, nada que ver con la negación y amargura del puritanismo. Una alegría que se manifiesta desbordante cuando Babette prepara su magnífico festín, sin reparar en sacrificios ni gastos.

Y en ese festín se intuye el cuarto plano, el más profundo: una gran metáfora de la Eucaristía, el verdadero Festín, el Gran Derroche de generosidad que nos transforma y hermana.

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