Por Felipe de J. Monroy,  Director Vida Nueva México |

En el rincón de una humilde cocina de tres paredes, casi a la intemperie, habitada solo por muebles viejos y precarios y adornada apenas por las huellas del desgaste y el trabajo, arde un fogón de leña y abrasa con su llama salvaje un cazo con arroz remojado; junto a éste otros peroles ennegrecidos contienen frijoles ‘caldosos’, chayotes hervidos, nopalitos o calabazas guisadas reposando el hervor antes de ser embolsados. Un poco más allá, en lo fresco, se amontonan las piezas de pan frío mientras perfuman de dulzor el aire junto a varios litros de agua de sabor que también se empacarán en bolsas transparentes.

Las bolsas con comida, pan y agua se llevan diariamente a las orillas de la vía del tren en la comunidad de La Patrona en Amatlán, Veracruz, por donde corre la épica marcha de los migrantes hacia los Estados Unidos. La comida se entrega en una coreografía sobreentendida y vertiginosa: asidos con una mano sobre el tren en marcha, los migrantes estiran la otra para prácticamente arrancar de las manos  el alimento ofrecido desde tierra firme. El riesgo es asirse con más fuerza a la comida que al tren y terminar en el suelo, entre las ruedas y las vías; pero el hambre es mucha y los días largos mientras se viaja en el lomo de la bestial máquina. Para el migrante, encontrar de pronto a ese puñado de mujeres que les acercan comida es un pequeño milagro, lleno de gratuidad y gratitud.

Aquella es la cocina y la labor de Leonilda Vázquez Romero, de Norma Romero y de Lourdes Romero, las mujeres que hacen cabeza en el colectivo ya ampliamente conocido en México como “Las Patronas” y que la Comisión Nacional de Derechos Humanos ha distinguido con su premio nacional para este 2013. Por segundo año consecutivo, el premio aplaude una acción a favor de los migrantes.

Se trata de una entrega humanitaria y solidaria esta de “Las Patronas”; un acto fuera de toda lógica funcional, corporativa, operativa o jerárquica, mucho más parecida a la amistad que a la militancia social. Y es que se dice que la amistad se revela en su autenticidad en medio de las pruebas más grandes y bien que se sabe de las no pocas dificultades que día a día sortean estas mujeres para tender esas manos que proveen, más que comida, cariño y esperanza.

La amistad es la nueva regla que entra al juego de la misericordia, pues compadecerse de las fatigas y miserias ajenas desde la armadura de la autosuficiencia o el espejismo de la autocomplacencia en ayudar al prójimo apenas basta para fingirse humano. Dice el clásico que la amistad es el placer de saber que podemos ser nosotros mismos y que tenemos a alguien sincero que nos hace libres; así la amistad además de introducirse en la alegría, en el compartir y en el continuar construyendo, se inserta amorosamente en las dolencias inescrutables de nuestra propia existencia. Henri Nouwen lo dice de esta manera: “El amigo que puede estar en silencio con nosotros en un momento de desesperación o confusión, que puede quedarse con nosotros en un momento de dolor y duelo, que puede tolerar no saber… no sanar, no curar… también es un amigo que importa”.

@monroyfelipe

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