Por  Julián López Amozurrutia, sacerdote, rector del Seminario Conciliar de México |

Los días santos ofrecen a la experiencia muy variados temas que, sin saber por qué, serán conservados por la memoria como tesoros invaluables. En medio de tantas impresiones, sólo algunas son rescatadas del olvido. Tal vez el subconsciente acumule el continuo de la vivencia. Pero unos pocos episodios permanecerán como referentes estables de aquellas circunstancias que son el soporte de nuestra identidad, y después volveremos a ellos intentando apresar la siempre inasible sorpresa de nuestra existencia, la cual nos resulta al mismo tiempo lo más ordinario y lo más inexplicable.

La Iglesia también vive de su propia memoria. Una memoria empastada por vivencias singulares compartidas, por testimonios que fueron tejiendo una tradición consistente e impregnada de valores y certezas.

María, la madre de Jesús, insiste el evangelista san Lucas, atesoraba cuanto acontecía en el misterio de su vida, y lo meditaba en su corazón (cf. Lc 2,19.51). La memoria en ella, como fiel hija de Sión, era el cofre sagrado al que podía volver para profundizar en el sentido de lo ocurrido, descifrando paulatinamente en él la voluntad del Señor. Así lo había hecho también el pueblo de Israel, recordando las obras de Dios en su historia y apropiándoselas al evocarlas, y sobre ello habían ido configurando su conciencia nacional.

El evangelista san Juan tiene una peculiar manera de proyectar su memoria. Para hablar del Maestro, deja sentir la intensidad de su experiencia. «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida… lo que hemos visto y oído, se lo anunciamos» (1Jn 1,13).

Tal vez por ello su Evangelio, además de elevarse a los más altos cielos para presentar a Jesús, se encuentra también salpicado de elementos puntuales sobre lugares, tiempos y otros detalles históricos. Al inicio de su condición de discípulo, cuando el Señor les fue señalado por el Bautista como el «cordero de Dios» y fueron hacia Él para preguntarle dónde vivía, y ellos fueron a quedarse en su casa ese día, recordaba que aquello había sido hacia las cuatro de la tarde (cf. Jn 1,40). Ya en el tiempo de la resurrección, en la última aparición reportada por él, a orillas del Tiberíades, podía señalar el número preciso de una pesca milagrosa: ciento cincuenta y tres pescados (cf Jn 21,11).

El ritmo litúrgico de la fe sigue este mismo tipo de estructura humana. Pero no lo hace menos el compás de las celebraciones familiares, y aún las institucionales y sociales. Se intuye en las tradiciones, incluso escondido en lo más banal, el flujo de la vida que continúa ofreciéndonos sus tonos dulces y amargos. Alguna fotografía, alguna reliquia simbólica, algún manuscrito, cualquier nadería sin valor comercial, por su vínculo con la memoria adquiere un aprecio inagotable.

Lo más admirable es que no se trata siempre de lo que fue planeado y procurado con diligencia. La vida nos entrega a veces sus más finos colores en signos sencillos. Pasan a ser conservados en el baúl de la memoria con una fuerza expresiva que para muchos resultaría exagerada o inexplicable.

Las fiestas de la fe retornaron para abrirnos nuevas posibilidades de remembranza para el futuro. Son siempre índices que vuelven a apuntar al cielo. El sentido de la vida sigue palpitando como un anuncio de trascendencia, que adivinamos incansable y persistente, aunque a veces lo acallemos o ignoremos. En nuestras propias navidades, los sueños vuelven a ser más que sueños, y las certezas fulguran al menos por un instante. La discreción de Dios sostiene el cofre entre sus manos.

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