Reseña de un artículo del padre Juan Manuel Galaviz Herrera, SSP |

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Doblemente justifica su nombre la pintoresca novela en la que Arreola trazó el retrato de su pueblo natal. En primer lugar, porque el hilo conductor de la obra son los preparativos y realización de la feria de Zapotlán, Jalisco, en honor del santo patrono. Y también porque la técnica empleada en la novela –a base de pequeños cuadros– ofrece a los lectores la sensación de encontrarse en medio de una gran feria por la que circulan los más variados tipos humanos y se registran las más inesperadas situaciones.

Protagonista de La Feria es el pueblo mismo, con sus distintos personajes. Un papel importante lo desempeña el señor Cura; al lado de él –o en contra– hay otras figuras sacerdotales que también son determinantes en el desarrollo de la novela.

Un líder en crisis

No cabe dudar del empeño sincero con que este señor Cura procura cumplir con su ministerio. Las dudas pueden plantearse respecto a la eficacia de sus medidas pastorales. Muchos indicios dejan entrever que se trata de un líder en crisis, por no decir que en franca decadencia. Sus actitudes son reflejo de la inseguridad interior.

Es evidente su infructuoso afán por mantener un cierto control de las conciencias: ¿Dijiste todos tus pecados?” “¿Cada cuando te confiesas?” “Bueno. Desde ahora vas a confesarte cada ocho días. ¿Me entiendes? Ve a rezarle ahora un rosario a la Virgen…” A un penitente que tenía dudas sobre el significado de una palabra, lo interroga: “¿Dónde la oíste? ¿Por qué no has venido a confesarte?”.

Más interesante es observar sus reacciones cuando los penitentes se acusan de pecados contra la pureza. La insistencia con que indaga preguntando detalles es obsesiva, no exenta de cierto interior solazamiento, por más que concluya con un gesto de alarma.

Dejando aparte lo que esos pasajes nos revelan del mundo interior del señor Cura, también son pruebas de una actitud pastoral malsana, condicionada por una evidente subversión de valores. El Zapotlán que describe Arreola es el clásico pueblo grande donde la corrupción prospera a pesar de la aparente religiosidad o tal vez a causa de la misma en cuanto que todo es apariencia, formalismo social y tradición sin compromisos vitales. Una religiosidad cuyo culto supremo es una feria y cuya moral vacía oscila alrededor de un solo mandamiento, el sexto.

Buen número de los fieles de Zapotlán, según aparecen en la novela, practican un cristianismo absurdo, sin relación con la caridad y la justicia social; vinculando el propio anhelo de salvación eterna al falso poder de unas cuantas prácticas pseudorreligiosas, al proyecto de arrepentimiento final y a una interesada beneficencia a favor de la Iglesia.

Tipos así son los que pueden hallarse en una sociedad que, no obstante los buenos inicios de su cristianismo (cuando el franciscano Fray Juan de Padilla, con la ropa hecha garras, catequizaba y promovía el progreso), no contó después con un clero abnegado e inteligente, sino superficial y conformista. Tal es la dura constatación del señor Cura de Zapotlán, que solía subir al cerro para mirar desde lo alto la tierra de promisión que Juan de Padilla había contemplado con ojos apostólicos y que ahora él veía transformada en un río de estulticia e iniquidad: “Juan de Padilla te prometió, Señor, las almas de sus moradores. Venía con el hábito raído y con las sandalias deshechas, y bendijo desde aquí la tierra virgen, antes de sembrarla con Tu palabra. Yo soy ahora el aparcero, y mira Señor lo que te entrego. Cada año un puñado de almas podridas, como un montón de mazorcas popoyotas…”

Un acercamiento a la luz

Un episodio casual hace que el señor Cura se aproxime a la luz de la verdad. Desde la primera página de La Feria se nos da a conocer un problema que existe en Zapotlán: la injusticia cometida contra los indígenas tlayacanques, a quienes se les ha despojado de sus tierras, pisoteándoles sus derechos. Empobrecidos por el despojo sufrido desde los tiempos de la colonia, viven sin voz ni voto, perdiendo los paupérrimos bienes que les quedan en inútiles pleitos judiciales, padeciendo el menosprecio con que los miran las llamadas “gentes de razón”.

Los indígenas van a pedir consejo al señor Cura una vez que pretenden multarlos por sacar sin permiso al santo patrono. Pero al sacerdote se le ocurre que vayan al Gobierno a pedir que les regresaran la casa del curato: “Se había quedado con ella desde en tiempo de los cristeros, y primero fue cuartel y luego oficina de los agraristas. Antiguamente, antes que de la iglesia esa casa del curato fue de nosotros”. Y aunque no les regresaron la casa consiguieron que los dotaran de tierras.

Está visto que el Cura buscaba sus intereses, pero eso lo llevó a una saludable  modificación de su postura: aún cuando el asunto del curato no se resolvió, él siguió apoyando la causa de los indígenas; se puso de parte de ellos, comenzó a darles ánimos y obtuvo que también otras personas influyentes se pusieran a favor de los tlayacanques.

La novela termina sin garantías de triunfo para la causa de los indígenas; antes bien, todo hace suponer que quedarán sumidos en la desilusión y en el despojo. La colaboración del Señor Cura ha sido ineficaz y tardía; sin embargo, su figura de sacerdote ha recuperado parte de su genuina dimensión  de servidor y aliado de los más indefensos.

“Como en feria”

En la novela hay una denuncia contra los eclesiásticos: los abusos que se comenten al amparo de la profesión clerical; lo pomposo de las ceremonias religiosas, en escandaloso contraste con la condición de los pobres; la postura política más en la defensa de los bienes materiales que de la libertad religiosa; la oscura administración de las limosnas, origen de prejuicios; el trato privilegiado para con los creyentes ricos; el temor de lastimar la sensibilidad de los influyentes o adinerados. Y todo lo que se deriva de los detalles enumerados: insensibilidad ante el deber de la justicia social; conservación de una religiosidad aparente sin una tarea de cristianización integral; conformismo; interés material; desunión e ignorancia.

Este profuso elenco podría llevar a la conclusión de que aquí a los sacerdotes “les va como en feria”, según una frase muy popular. La verdad es que no todo son vituperios para la profesión sacerdotal. Los detalles elogiosos también son abundantes, y todo deja entender que hay por parte de Arreola una sustancial estima de la genuina misión del sacerdote. De quien mucho se espera, mucho se critica.

 

 

 

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