Por Fernando Pascual |

En familia o en el trabajo, una persona nos martillea con sus temas obsesivos. Desea que pensemos, que leamos, que hablemos, que hagamos, que giremos en torno a sus ideas, sus dudas, sus inquietudes y sus propuestas.

Con mayor o menor rapidez, caemos en sus redes: pensamos una y otra vez en lo que esa persona nos lanza sin descanso. A veces, buscamos simplemente defendernos de sus acometidas, sin darnos cuenta de que no hay mejor modo de enredarse ante una avalancha de este tipo que estar pensado cómo librarse de ella. Otras veces, sucumbimos porque entramos en su juego, le respondemos, le escuchamos, aceptamos algunos puntos y discutimos otros.

Así, hemos quedado atrapados en un horizonte estrecho, en ocasiones asfixiante. Mientras, un sinfín de realidades, algunas de ellas realmente urgentes, esperan nuestra atención, pero no hay tiempo para ellas: estamos bajo los efectos casi hipnóticos de una personalidad avasalladora.

Si tenemos valor para distanciarnos un poco de lo que ocurre, seremos capaces de relativizar lo relativo, de mantener la mente y el corazón abiertos, de respirar aires sanos, de abrirnos a asuntos mucho más importantes. No podemos sucumbir bajo la acción paralizante de quienes llevan una agenda fija en sus temas y buscan imponerlos a cualquier precio, con daño de otros aspectos que necesitan lo mejor de nuestra mente y nuestro esfuerzo.

Necesitamos, por lo tanto, mantener la mente y la voluntad abiertas ante las carencias de un mundo hambriento de esperanzas. Pensaremos, entonces, en los grandes temas de la justicia, en nuestro ambiente más cercano y en lugares que parecen lejanos. Reconoceremos la presencia del pecado y la urgencia de ofrecer el perdón de Dios a los corazones. Pediremos por los enfermos y los moribundos, cuando llegan a esa hora decisiva de la muerte.

Es hora de abrir horizontes. Así dedicaremos los dones recibidos del Creador a las tareas más hermosas que podemos acometer como seres humanos: amar a Dios y amar a los hermanos.

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