Por Jorge E. Traslosheros H. |

La Exhortación Apostólica “Evangelii Gaudium” ha causado gran revuelo. Contiene el fresco y provocador magisterio de Francisco, al tiempo que define la ruta de la Iglesia en elocuente continuidad con sus predecesores en el ministerio de San Pedro y el Concilio Vaticano II. Sin embargo, su análisis debe empezar por ponerla en su contexto como es la culminación del año de la fe.

Benedicto XVI dispuso que el ciclo litúrgico recién concluido se dedicara a la reflexión sobre la fe, para conmemorar los cincuenta años del Concilio y los veinte de la publicación del Catecismo. Quería afirmar la misión e identidad de la Iglesia en Cristo (Catecismo), con mirada de esperanza (Concilio).

El Papa Ratzinger dio batalla sin cuartel para devolver la palabra a la Iglesia en el diálogo de nuestro tiempo, vencer los reductos de resistencia contra el Concilio y acabar con lastres perversos como la crisis de la pederastia. Logró su cometido en el límite de sus fuerzas físicas y hoy asiste a la Iglesia con su oración. Su generosidad no se comprende fuera de la esperanza cristiana. Por eso los cardenales, ante semejante acto de humildad y valentía, respondieron con decisión. Eligieron al Papa de la misericordia cuyo carisma es la cercanía pastoral.

Francisco, quien sin duda es el gran acontecimiento del año de la fe, de inmediato nos pidió confrontar la cultura del descarte y la globalización de la indiferencia, para llevar el Evangelio a las periferias sociales y existenciales. Ser discípulos y misiorenos de Jesús, creadores de la cultura del encuentro, precisamente ahora que vivimos una época de persecuciones religiosas que alcanzan dimensiones globales, sean éstas de baja intensidad y alta erosión, distintivo del laicismo patón, o de abierta violencia como en Medio Oriente, India o China.

En sus meses de pontificado ha quedado muy claro que Francisco es, al mismo tiempo, un Papa que trae frescura a la Iglesia y también quien confirma lo mucho que se ha transformado, por fidelidad al Nazareno, en el último siglo. Un proceso que encontró un primer impulso en León XIII y alcanzó su momento decisivo en el Concilio Vaticano II. Defenderlo e implantarlo fue obra de los anteriores pontífices. Ahora Francisco debe impulsarlo con imaginación evangélica, cual pastor de esta Iglesia que dejó de ser una realidad primordialmente occidental, gracias a Dios, para hacerse cada vez más católica por su presencia en cada rincón del planeta.

En la ceremonia de clausura del año de la fe hubo tres gestos de gran significado, muy propios de Francisco. Uno, la exposición de las reliquias de San Pedro que nos recuerda nuestra debilidad en la fragilidad del Apóstol, su martirio por amor al Nazareno y que sólo Cristo puede sostener la Iglesia. Dos, la presencia de las Iglesias de rito oriental, hoy bajo asedio, quienes recibieron de modo especial el cariño del Papa y, entre ellas, la de Ucrania sometida a genocidio en la época de Stalin. Tres, la entrega de la Exhortación Apostólica a un grupo de personas que representan la diversidad que constituye la unidad de la Iglesia.

Estos eventos, entre muchos, son testimonio vívido de historia, tradición, comunión y evangelización que están en el corazón del Concilio y marcan el pontificado de Francisco. Un tiempo de gozo y esperanza que está en el corazón de la Exhortación Apostólica sobre la “Alegría del Evangelio”. Seguiremos.

jorge.traslosheros@cisav.org
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