OCTAVO DÍA | Por Julián López Amozorrutia, rector del Seminario Conciliar de México |

La advertencia de san Pedro reza así: «Sean sobrios, estén despiertos» (1P 5,8). Una expresión cercana se encuentra en la admonición de Jesús a los discípulos durante la noche del huerto: «Velen y oren, para que no caigan en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil» (Mt 26,41). «Velar» o «estar despiertos» utiliza el mismo verbo (gregorein), que también puede traducirse como «vigilar», mantener la atención en la noche.

Pero la idea de la vigilancia se encuentra de igual modo en la sobriedad de la primera frase. De hecho, sobre dicho concepto (nepsis) los padres del desierto construyeron buena parte de su espiritualidad. Incluso llegó a llamárseles «padres népticos». El pequeño glosario que acompaña una versión castellana de la Filocalia la describe en estos términos: «Es una especie de ayuno espiritual que consiste en custodiar el intelecto, la mente y el corazón no alterados ni excitados por las pasiones ni por las distracciones, a fin de permitir al hombre permanecer en la oración» (Filocalia I, Buenos Aires 1982, 41).

Para quien desee introducirse en una vivencia auténtica de la Semana Santa, tal es la adecuada disposición interior. No puede observarse desde fuera, como un espectáculo. Quien así lo hiciera, lograría una visión interesante, pero no se integraría al misterio. Sólo la entiende en realidad quien participa, quien se incorpora espiritualmente al acontecimiento, quien se lo apropia o, dicho mejor, quien se dispone a ser apropiado por él. Y para ello hace falta una peculiar atención, una solicitud personal para abocarse a aquello que se ha reconocido valioso.

Decía Evagrio el Monje: «Ya sea que ores con tus hermanos o solo, trata de no orar como simple rutina, sino con una vigilancia consciente de tu oración» (Sobre la oración, n. 42). Este principio es doblemente urgente cuando se trata de los ritos litúrgicos de la más alta solemnidad. Y se aplica lo que Gregorio de Nisa enseñaba: «De nada vale que el carro sea sólido y la cuadriga bien adiestrada, si el cochero o auriga va loco. ¿De qué vale una nave muy bien construida si el piloto va borracho?» (Sobre los que han de ser amados, discurso 1).

También sobre ello nos advierte el Catecismo de la Iglesia Católica, tras recordar que «la dificultad habitual de la oración es la distracción» (n. 2729). Pero «mirado positivamente, el combate contra el ánimo posesivo y dominador es la vigilancia, la sobriedad del corazón» (n. 2730). Existe sin duda una gran distracción cultural cuando la Semana Santa, aún para los creyentes, se priva de su sentido profundo de celebración de los misterios de Cristo. Para quienes aspiren a gozar el privilegio de la intelección espiritual, es necesario despojarse de lo que roba la atención y de las negligencias en la vida interior. Muchos -y, creo yo, con razón- quieren descansar. Los agobios de la vida han sido muchos; los ritmos del trabajo sobrepasan con frecuencia lo humanamente aguantable; el cuerpo, la mente y el corazón están agotados. Pero las estrategias de diversión, paradójicamente, no están ayudando a descansar. Se basan en la dispersión, en la pérdida de conciencia, en placeres intensos pasajeros. ¡Ojalá pudiera compartirse con ellos el testimonio dichoso del descanso del espíritu! Las fuerzas, en verdad, se recuperan; el sentido de la vida se esclarece; las certezas de su valor se afianzan; el horizonte de su plenitud se dibuja venturoso.

Lancemos, al menos, la invitación a vivir la experiencia. Encender la lámpara del corazón para estar atentos a la presencia del buen Dios a nuestro lado. La santidad de la semana puede cobrar, entonces, su sentido como una maravillosa oportunidad de genuina libertad.

ublicado en el blog Octavo Día, de El Universal (www. eluniversal.com.mx), el 11 de abril de 2014. Reproducido con autorización del autor: padre Julián López Amozorrutia. 

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