Por Carlos Garfias, Arzobispo de Acapulco |

La educación cristiana ofrece la madurez de la persona humana; pero busca, sobre todo, que los bautizados se hagan cada día más conscientes del don recibido de la fe; aprendan a adorar a Dios Padre en espíritu y en verdad (cf. Jn 4,23), pero que, sobre todo, en la acción litúrgica, se formen para vivir según el «hombre nuevo» en justicia y santidad de verdad (cf. Ef 4,22-23) y así lleguen al hombre perfecto en la edad de la plenitud de Cristo (cf. Ef 4,13), de manera que contribuyan al crecimiento del Cuerpo Místico; se acostumbren a dar testimonio de la esperanza que hay en ellos (cf. 1Pe 3,15) y contribuyan eficazmente a la configuración cristiana del mundo.

Los padres, al dar la vida a sus hijos, asumen la gravísima obligación de educarles y, a la vez, reciben el derecho de ser sus primeros y principales educadores. A ellos corresponde, por tanto, formar un ambiente familiar animado por el amor, la piedad hacia Dios y hacia los hombres, que favorezca la educación integral de los hijos. Por ello, la familia es la primera escuela de las virtudes sociales que todas las sociedades necesitan, el espacio donde los hijos aprenden desde los primeros años a conocer y adorar a Dios y amar al prójimo, el ámbito donde se tiene la primera experiencia de la sociedad humana y de la Iglesia, y el medio más eficaz para introducir a los hijos en la sociedad civil y en el Pueblo de Dios. La trascendencia de la familia cristiana es, pues, realmente extraordinaria para la vida y el progreso de la Iglesia; por eso, cuando falta, es muy difícil suplirla.

Pero la familia no se basta a sí misma para realizar su misión sino que necesita la ayuda del Estado. Es obligación de la sociedad civil tutelar los derechos y deberes de los padres y de los demás que intervienen en la educación, colaborar con ellos, completar —cuando no es suficiente el esfuerzo de los padres y de otras sociedades— la obra de la educación según el principio de subsidiariedad y atendiendo los deseos de los padres, y crear escuelas e institutos propios según lo exija el bien común. El Estado, por tanto, lejos de ser antagonista o entrar en conflicto con los padres, debe ser su mejor aliado y colaborador, aportando todo y sólo lo que los padres no pueden aportar y hacerlo en la dirección que indiquen los padres. Esta colaboración leal y eficaz ha de darse también en los profesores de todos los centros de educación, sean privados o públicos. De esta colaboración saldrán beneficiados los hijos, en primer lugar; pero también la misma sociedad y la escuela, porque esos hijos serán mañana mejores ciudadanos y muchos de ellos harán verdaderas aportaciones al progreso de la escuela.

La familia necesita también de la parroquia. Los padres, en efecto, realizan la educación en la fe, sobre todo, por el testimonio de su vida cristiana, especialmente por la experiencia de amor incondicional con que aman a los hijos y por el amor profundo que éstos se tienen entre sí; lo cual es un signo vivo del amor de Dios Padre. Además, según su capacidad, están llamados a dar una instrucción religiosa, generalmente de carácter ocasional o sistemática; la cual llevan a cabo descubriendo la presencia del misterio de Cristo Salvador del mundo en los acontecimientos de la vida familiar, en las fiestas del año litúrgico, en la actividad que los niños realizan en la escuela, en la parroquia y en las demás agrupaciones. Sin embargo, necesita la ayuda de la parroquia, porque la vida de fe va madurando en los hijos en la medida en que se va incorporando, de una manera consciente, en la vida concreta del Pueblo de Dios, lo cual acontece sobre todo en la parroquia. Es ahí donde el niño y el adolescente, primero, y luego el adulto, celebra y se alimenta con los sacramentos, participa en la Liturgia y se integra en una comunidad dinámica de caridad y apostolado. Por eso, la parroquia ha de ponerse siempre al servicio de los padres —no a la inversa—, especialmente en los sacramentos de la Iniciación cristiana.

Familia, escuela, estado y parroquia son cuatro realidades que quedan integradas y conjuntadas por la educación que deben recibir los hijos. Cuanto mayor sea la mutua colaboración e intercambio, y más afectuosas sean las relaciones, tanto más eficaz será la educación de los hijos.

 

 

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