El entusiasmo del pueblo frente a las propuestas de un nuevo orden social suele inquietar a las autoridades en todos los tiempos. Juan el Bautista se convierte en un profeta peligroso, sobre todo, cuando desenmascara los actos de Herodes, quien repudia a su esposa para casarse con Herodías, mujer de su hermanastro Felipe. Herodes manda encarcelar al Bautista en la fortaleza de Maqueronte y, más tarde, lo ejecuta.

La muerte del Bautista, como la muerte de tantos hombres y mujeres que luchan por el bien y la justicia, nos tienen que causar siempre un gran impacto: con Juan Bautista desaparecía el profeta encargado de preparar a Israel para la venida definitiva de Dios, un tiempo nuevo de esperanza para todo el pueblo; con nuestros mártires de hoy anunciamos y denunciamos que el compromiso de su entrega no es en vano, su testimonio ilumina nuestra marcha y compromete nuestras vidas con sus causas.

La muerte del Bautista, de Jesús y de nuestros mártires no va a ser el fracaso de los planes de Dios, sino el comienzo de su acción salvadora. Dios no abandona a su pueblo. Al contrario, es ahora cuando revela con más contundencia toda su misericordia.

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