Por Fernando PASCUAL |

 

Hay corazones que no aceptan el Evangelio. Los motivos pueden ser muchos, y solo Dios conoce plenamente lo que ocurre en cada persona, lo que explica que un alma diga “no” al mensaje cristiano.

Cristo ya lo había previsto: habrá quienes rechacen su mensaje. Dijo a sus discípulos: “Y si no se os recibe ni se escuchan vuestras palabras, salid de la casa o de la ciudad aquella sacudiendo el polvo de vuestros pies. Yo os aseguro: el día del Juicio habrá menos rigor para la tierra de Sodoma y Gomorra que para aquella ciudad” (Mt 10,14‑15).

Son palabras que invitan a la reflexión. Sodoma y Gomorra sufrieron un castigo terrible, pero sus habitantes serán tratados mejor que lo que espera a quienes escuchan y rechazan el mensaje cristiano, algunos con actitudes de rabia y de desprecio insospechados.

El mensajero, el apóstol, no puede desanimarse. En algunos lugares parece imposible hacer algo. Pero en otros hay corazones que esperan ansiosamente, quizá sin saberlo, una palabra de esperanza.

Por eso, más que perder el tiempo y las fuerzas en quienes han optado por el “no” al Maestro, urge lanzarse a llevar el mensaje de la misericordia a quienes están abiertos a la gracia.

La invitación de Cristo a sacudirse el polvo de los pies no significa abandonar a su suerte a quienes rechazan la salvación. Simplemente es reconocer que algunos ahora prefieren vivir según la mentalidad de este mundo. Solo Dios puede cambiarles el corazón. A nosotros nos toca rezar por ellos y esperar.

Si somos auténticos discípulos del Maestro, seguiremos su mandato: “amad a vuestros enemigos” (Lc 6,35). Haremos nuestros los consejos de san Pablo: “Bendecid a los que os persiguen, no maldigáis” (Rm 12,14). “Si nos insultan, bendecimos. Si nos persiguen, lo soportamos” (1Co 4,12).

En el camino de la historia humana, Cristo sigue entre nosotros. Su Amor se ofrece a todos. Unos no lo aceptan, porque escogen la mentira al quedar sometidos a un “poder seductor” y al preferir la iniquidad (2Ts 2.11‑12). Otros escuchan su Voz: abren las puertas de sus almas, y entonces se produce el gran milagro de la misericordia que salva.

 

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