Fernando PASCUAL |

En la tradición católica hay tres días que ocupan un puesto especial: el Triduo Sacro. En el corazón de la Semana Santa, estos tres días permiten meditar intensamente en el misterio de la Pasión y Muerte de Jesucristo.

Jueves santo: invitación al amor

El primer día es el Jueves Santo. Es un día destinado a recordar la tarde en la que Jesús y sus apóstoles tienen una cena especial. Toma el pan y lo bendice. Pronuncia palabras que se repiten en cada misa: “Este es mi cuerpo que es entregado por ustedes; hagan esto en recuerdo mío” (Lc 22,19). Luego hace algo parecido con una copa de vino.

De este modo, Jesús anticipa su Pasión. Se entrega. Además, pronuncia su testamento: invita a amar, a confiar, a acoger sus mandamientos. En un gesto que sorprende, se humilla y lava los pies a los discípulos. De este modo, hace nuevamente realidad el hecho de que vino no para ser servido sino para servir (cf. Jn 13; Lc 22,27; Mt 20,28).

Tras la Cena, Jesús inicia el camino que lo llevará a su “fracaso”. Va al huerto de Getsemaní, pide ayuda, ora. Su corazón humano parece derrumbarse ante lo que está por ocurrir, ante el drama de la traición, las burlas, la condena. Suda sangre. Desea consuelo. Y sus amigos, sus apóstoles, no alcanzan a comprender lo que le pasa al Maestro.

El resto de los hechos se desarrolla en cascada, tal y como se refleja en los Evangelios. Un hombre bueno es despreciado y humillado hasta límites insospechados. La brutalidad de los enemigos se desencadena sobre un ser justo e indefenso.

Jeremías, siglos atrás, lo había presentado como “cordero manso llevado al matadero” (Jr 11,19). Simplemente, se entrega, ante la indiferencia de sus contemporáneos. “Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta” (Is 53,3).

Viernes santo: ¡Dulce árbol donde la vida empieza!

El Viernes Santo nos pone en el centro del drama. Ante el Calvario el misterio de la vida humana brilla en todo su dramatismo. El Inocente es condenado, mientras los culpables pueden ser perdonados. Quienes se acercan con fe a la Cruz son tocados por una sangre que salva.

En el siglo VI, un poeta latino cantará ante la Cruz de Cristo: “¡Oh Cruz fiel, árbol único en nobleza! / Jamás el bosque dio mejor tributo / en hoja, en flor y en fruto. / ¡Dulces clavos! ¡Dulce árbol donde la Vida empieza / con un peso tan dulce en su corteza!” (Venancio Fortunato).

Sábado santo: abrirse a la esperanza

El tercer día es el Sábado Santo. Día sin misas, sin oraciones públicas. Día de luto y de silencio reflexivo. Una homilía antigua describe la extraña confusión de un mundo que contempla al Señor encerrado en un sepulcro. “Un gran silencio envuelve la tierra: un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey duerme. La tierra está temerosa y sobrecogida, porque Dios se ha dormido en la carne y ha despertado a los que dormían desde antiguo”.

Lo que ocurrió hace casi 2000 años conserva un valor especial para millones de creyentes. El Triduo Sacro permite avivar la fe, abrirse a la esperanza, acoger un perdón ganado a precio muy alto: la sangre del Cordero sin pecado. Cada uno, desde su propia situación, puede acercarse “confiadamente al trono de gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para una ayuda oportuna” (Hb 4,16).

Pasan las horas. Cae la tarde del Sábado Santo. Algo se mueve en el horizonte. Se vislumbra una victoria insólita. Cristo está a punto de salir vivo del sepulcro. Va a iniciar la Pascua.

 

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