Por Fernando PASCUAL |

 

Jesús, Dios y Hombre, Maestro y Salvador, lanzó al mundo la semilla de la verdad, de la esperanza, del perdón, de la justicia.

Tras las huellas de Jesucristo, miles de hombres y mujeres de todos los tiempos buscan acoger la semilla para que pueda dar fruto.

Ese fruto cambia cada corazón. Pasa del pecado a la gracia, de la muerte a la vida, de la tristeza al gozo.

Luego, cambia el mundo cercano (familiares, amigos, compañeros de trabajo) y el mundo lejano: la luz brilla en las tinieblas.

Cada corazón transformado se convierte, a su vez, en sembrador. Anuncia la Palabra, testimonia la Vida, comunica los dones recibidos.

Como san Pablo, el católico siente en su corazón un fuego incontenible y grita: “¡ay de mí si no predicara el Evangelio!” (1Co 9,16‑17).

También hoy, como en cada momento de la historia, los católicos estamos llamados a ser sembradores del Reino de Cristo.

Con el testimonio, con la palabra, con la alegría, hacemos presente la gran noticia: Cristo está vivo y transforma el mundo con su Sangre salvadora.

“Esa alegría es un signo de que el Evangelio ha sido anunciado y está dando fruto. Pero siempre tiene la dinámica del éxodo y del don, del salir de sí, del caminar y sembrar siempre de nuevo, siempre más allá” (Papa Francisco, “Evangelii gaudium” n. 21).

Todo esto surge desde Cristo, el único y verdadero Sembrador, que nos invita a caminar y a difundir su Amor llenos de esperanza. Los frutos son el resultado de su Palabra.

“La Palabra tiene en sí una potencialidad que no podemos predecir. El Evangelio habla de una semilla que, una vez sembrada, crece por sí sola también cuando el agricultor duerme (cf. Mc 4,26-29)” (“Evangelii gaudium” n. 22).

Este día podemos ser sembradores que se han dejado transformar. Basta con mirarle a Él, con acoger su Amor, con pedir perdón humildemente por los propios pecados, y con ponernos en Sus manos con el alma llena de esperanza.

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