Por Francisco GONZÁLEZ GONZÁLEZ, Obispo de Campeche |

Como Diócesis de Campeche peregrinamos a la Insigne Nacional Basílica de Guadalupe en el Tepeyac. Cada primer sábado de agosto, distintos grupos y parroquias se aprestan para hacer el recorrido de la fe por las carreteras mexicanas. El punto principal es ver a la Madre del Amor y de la Misericordia, a la Virgen del ayate de Juan Diego, en su “casita” del Tepeyac.

Poco hacemos caso de unir dos elementos constantes en nosotros: la casa y la fe. La Virgen manda construir una “casa” en la colina del Tepeyac, para allí tener un espacio privilegiado para mostrar a su Hijo y su amor de madre.

La casa es un lugar de encuentro. De hecho, María recibe el anuncio del Arcángel Gabriel estando en “su casa” (cf. Lc 2). De manera estructural, el libro bíblico de los Hechos de los Apóstoles narra la divulgación del Evangelio en una casa (cf. Hech 1,12.14) y concluye, también, encuadrando la actividad apostólica en una casa (Hech 28,30s).

¿Por qué es importante para la fe estar en “la casa”? Porque en la casa se forjan relaciones de familiaridad, de amistad. En la casa, los que entran, comparten el pan y toda la vida. Se hacen ‘com-pañeros’ del camino. La vida cristiana es un camino a recorrer, bajo la guía y el cayado de Jesús el Buen Pastor.

Así como en el Tepeyac, también María en los Evangelios está unida con la casa como espacio doméstico y familiar. La Virgen está (no se dice, pero se supone) en casa. Allí entra el Ángel,  le da el anuncio (Lc 1,28). Pero, un poco más adelante, en el v. 56, con claridad se explicita que “María se volvió a su casa”.

A  María le place establecer amistad. Los amigos se brindan y se dan lo más preciado: el amor que se vuelve atención, servicio, oración, donación. Ella va a la población de su pariente Isabel, y “entra en la casa de Zacarías”, porque va a amar, servir, orar, donar.

Es por eso, que la importante llegada del Espíritu Santo en Pentecostés, María está con la iglesia naciente en una “estancia superior” en la ciudad santa de Jerusalén. Allí está Ella enseñando a: amar, esperar, servir, donar, creer, confiar. En la casa es donde se aprenden los valores humanos, cívicos y religiosos de manera convincente e inherente. La Madre es grande pedagoga de las virtudes evangélicas.

MARÍA NOS REVELA A DIOS EN LA COTIDIANIDAD

A diferencia de Zacarías, el Ángel se presenta a María “en casa”, en el lugar de la vida diaria, donde se desenvuelve la familia en la cotidianidad. De este modo, la casa es el lugar y el espacio ordinario, donde Dios se manifiesta y se revela. En donde convive y viven los seres humanos, allí está Dios. La existencia es compartida en la casa. Allí están el Creador y la criatura.

Es en la casa, también, donde se manifiesta la solidaridad humana. Cuando hay alguna necesidad personal, es en la casa familiar donde se brindan los apoyos de manera incondicional. Así lo vemos y lo experimentamos. Decían los viejos antiguos: “más vale sangre que oro”. Para curar una necesidad, tener familiares “de casa”, es acrecentar la confianza de que van a hacer ‘algo’ o ‘mucho’ por resolverla. El lugar propicio para la solidaridad humana es, por ende, “la casa”.

Hoy, por eso, los hijos de Campeche venimos a la “casa” de la Madre en el Tepeyac, para aprender a ser solidarios unos con otros. Para aprender de Ella a reconocer la epifanía divina de su Hijo. En la vida cotidiana, Dios está con nosotros. Es en esa rutina extraordinaria, donde María nos enseña y nos muestra a Jesús.

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