Por Francisco GONZÁLEZ GONZÁLEZ, obispo de Campeche |

Otra vez, entran en escena los dos personajes evangélicos, que nos han venido acompañando en los últimos domingos. El personaje principal: Jesús, y después Pedro.  El Apóstol tiene “pruebas” de que es generoso. Por eso, le pregunta a Cristo, si alguien ofende ¿cuántas veces tengo qué perdonarle? ¿hasta siete?.  Cabe recordar que el siete es símbolo de perfección.

Jesús responde con un múltiplo de siete. “No sólo siete veces, sino setenta veces siete”, sentencia el Maestro. Eso es como decir popularmente “un millón de veces”; es ofrecer el perdón al estilo de Dios, como el Padre. Si bien, sabemos que el perdón humano, el nuestro, nunca va a ser como el divino.

De manera no común, después de la respuesta, Jesús le dice a Pedro: “Por esto, el Reino de los  cielos se parece…”. Si la respuesta con números matemáticos no fue entendida en su simbolismo por el oyente, ahora el Maestro va a explicar el contenido de manera más comprensible, con un cuento.

Comienza hablando de “un hombre Rey”, es decir, de un Rey humano, de carne y hueso. Ese inicio es interesante. Parece que el Evangelista está a decirnos que Cristo es semejante a un hombre rey, que tiene grandes deudores. Él es, en efecto, quien ejercita libremente la misericordia, y Él pedirá cuentas, caso dado, de la falta de generosidad de sus antiguos deudores.

El primer deudor debía una cifra astronómica. Por eso lo tuvieron que arrastrar, llevar forzadamente, al acreedor. Por mencionar una cifra comparativa, este deudor debía 10,000 talentos. En esa época, el rey Herodes Antipas pagaba 200 talentos anuales, al Imperio Romano, como impuestos de Galilea y Perea.

PARA PERDONAR: SE NECESITA HUMILDAD

Los oyentes de Jesús, en su vida, habían visto ni siquiera un talento de oro. Era una cifra impresionante, que supera toda imaginación. El deudor simboliza a los descendientes de Adán, que ha recibido, de manera gratuita, la administración de muchos e inmerecidos bienes. Pero, abusando de la libertad, el siervo derrocha desvergonzadamente los dones recibidos.  Todos somos deudores. La deuda es muy crecida, impagable, ni con una servidumbre total.

Una sutileza narrativa es que el Rey espera la súplica del deudor. San Juan Crisóstomo nos explica, que así procedió, pues “quería enseñarle las enormes culpas de que le libraba, para que fuera más blando con su compañero”. El Rey, en efecto, “movido a compasión” le perdonó la deuda, y no sólo la dilación de pago. Esa respuesta fue por la actitud de humildad y de congoja.

La parábola nos indica que el pecado cometido contra Dios tiene dosis de “infinitud”, de no reparable. La deuda se perdona, porque Dios renuncia a sus derechos, como lo podemos avizorar en Ez 33,11: “No me complazco con la muerte del pecador, sino en que se convierta y viva” (también en Jn 3,16).

Pero apenas salió de la Casa, perdonado, el siervo que debía mucho abusó de la gracia y de la libertad.  No fue capaz de perdonar una mínima cantidad a su compañero. Otra vez oigamos la explicación de Juan Crisóstomo:  “Ya viste la benignidad del Amor; ahora mirad la crueldad del esclavo”. Por su parte, san Agustín, al describir la actitud del siervo sin entrañas asevera: “El deudor, quedó libre de deuda, pero siervo de la maldad”.

Como termina la parábola, nos deja en claro que el alma inmisericorde se verá condenada para siempre, pues no le será posible pagar “los diez mil talentos”, por no ser capaz de  perdonar los 100 denarios. El final nos recuerda la suerte del rico que no fue compasivo del pobre lázaro.

 

¡El Señor es compasivo y misericordioso!

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