Francisco GONZÁLEZ, Obispo de Campeche |

Estas fechas de noviembre gozan de gran importancia en Campeche. Celebramos los pibi-pollos, los difuntos, todos los santos. Es noviembre, mes preparatorio para la Navidad. Si ponemos un poco de atención, las tres festividades enunciadas tienen un elemento unitivo: la Iglesia en sus tres etapas.

El mes inicia con la Solemnidad de todos los santos. Allí reconocemos la fuerza de Dios, que hace capaz al ser humano, en su debilidad y fragilidad, de grandes cosas. El pecador vive triste; el santo es luminoso y alegre. Dice un dicho: La gracia no suprime la naturaleza, sino que la perfecciona. Los santos fueron, hombres y mujeres, débiles y pecadores como nosotros, pero después grandiosos y generosos.

Pero una vez que Dios les tocó con su gracia, fueron respondiendo a ella en un proceso largo, tenaz y ascendente. Ser santo es vivir en humildad cada momento de la vida de manera intensa. En otras palabras, la santidad es una vocación universal que Dios ofrece, a todos, pues nos propone vivir de manera extraordinaria los momentos ordinarios de la vida. La mediocridad y el egoísmo son los dos muros que no nos dejan arrojar nuestra mirada y nuestro corazón a Dios. Los santos son, pues, la iglesia triunfante.

Después del Día Primero, viene el día de los difuntos. El 2 de noviembre es aceptar que no somos eternos en la tierra. Somos peregrinos; somos pasajeros  y efímeros. Dice un salmo: Enséñanos a calcular nuestros años, porque nuestra vida es un soplo, un ayer que pasó, una vigilia nocturna.

El día de los difuntos es una fuerte tradición mexicana, por ende, también campechana, de ir a los cementerios y columbarios, a orar por nuestros seres queridos difuntos. El amor por ellos sigue vivo. Ir a poner una veladora, ofrecer una oración, componerle unos versos, entonar una canción, es una obra de misericordia. Orar por los difuntos, en verdad, es hacer una obra loable de compasión. El que por otros pide, además, por sí aboga.

La magnífica y famosísima pintura de Miguel Ángel Bounarotti en la Capilla Sixtina (Roma), el Juicio Final, nos representa plásticamente esta dimensión de la Iglesia, la purgante. La oración y penitencia ofrecida por los difuntos les rescata del purgatorio. Al Cielo no se va en pecado, o como dice la parábola evangélica, apenas proclamada unos domingos atrás, no se puede entrar sin “el vestido de fiesta”. Lo que da la blancura es el perdón. El pecado no purificado en la tierra, se purifica antes de entrar al Cielo. Allí está la fuerza de la Iglesia suplicante a favor de la Iglesia purgante.

Por último, esperamos no forzar mucho esta trípode, los pibi-pollos (tamales) nos hacen presente a nosotros, la Iglesia militante; es decir, los que seguimos en el camino por las polvorientas y angostas sendas de la vida, donde las manos se nos manchan de tizne, de masa y de grasa.

La familia y los amigos se reúnen, con devoción y número, para preparar una comida, que juntos comerán. Es una comida-sacramento; una comida que se anhela y se espera desde tiempo atrás. Esa comida se puede ingerir un día, otro y otro…

Eso indica la Iglesia que camina  y comparte. Podemos hacer alusión, es la Iglesia que se reúne en torno a la Eucaristía, comida que no cansa ni se agota, y de la cual todos participan, tanto en la preparación como en el gozo de la celebración e ingestión.

Noviembre, pues es el mes del Pueblo de Dios. ¡Vivamos como hijos de Dios estas fiestas! La santidad es llamada de Dios a nosotros, porque somos sus hijos (cf. Mt 5,48). No dejemos que otras “fes” (a veces, esotéricas y enemigas de Dios) nos distraigan de tan noble y excelsa vocación.

¡Santos y santas de Dios, rogad por nosotros!

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