Por Gilberto Hernández García /
Juan Pablo II lo nombró santo patrono de la ecología; también lo es de Italia. Es tomado como modelo e intercesor del diálogo intercultural e interreligioso. Su Cántico de las creaturas es considerado el primer documento poético de la lírica vulgar italiana. Fue el “inventor” de los “nacimientos” o “belenes”. En todo el mundo existen ciudades y pueblos que llevan su nombre. Innumerables parroquias e iglesias están bajo su patrocinio. Escuelas, hospitales, orfanatos, asilos, farmacias, calles, plazas y un sinfín de establecimientos se llaman como él. Sin lugar a dudas es uno de los santos más conocidos y queridos.
Cuentan Las Florecillas de San Francisco y sus compañeros que el hermano Maseo le preguntó una ocasión al pobrecillo de Asís: “¿Por qué todo el mundo va detrás de ti y no parece sino que todos pugnan por verte, oírte y obedecerte? No eres guapo, ni sabio, ni noble, y entonces ¿por qué todo el mundo va en pos de ti?”. Sí. ¿Por qué?
Han pasado más de ocho siglos y la figura de Francisco de Asís sigue atrayendo y fascinando, interpelando e inquietando, ofreciendo luz y camino, no sólo a los cristianos de cualquier confesión, sino también a personas que no comparten nuestra fe ni nuestra cultura.
Para los hombres y mujeres de esta época –como para los de cualquier otra posterior a él–, este hombre considerado loco, al principio de su conversión, por sus coetáneos, ofrece lecciones de verdadera sabiduría; este que a sí mismo se consideraba “ignorante e indocto” se ha convertido en maestro universal.
Hombre del retorno al evangelio, revelador de humanidad
Los estudiosos de la figura de Francisco de Asís aseguran que él fue, en el siglo XIII, “el hombre de la vuelta al Evangelio, aquel que rompió con el sistema político-religiosos de su tiempo, el sistema de los señoríos eclesiásticos y las guerras santas, y retornó al evangelio de la pobreza, la fraternidad y de la paz”.
Pero, además, en el sentido pleno de la palabra, Francisco es un revelador de humanidad. Es “una de las figuras de las que más orgullosos nos sentimos” como familia humana, puesto que en su vida se cristaliza los más profundos anhelos y utopías a las que el corazón del hombre puede aspirar: la libertad de los hijos de Dios, con quien se relaciona tiernamente; la fraternidad con todos los seres de la tierra y el cosmos; una circunspecta pero firme reconciliación entre los impulsos del corazón y las exigencias de la razón; en una palabra, una acogida cálida y alegre de la vida y de la muerte.
Para comprender cabalmente a Francisco hace falta ensamblar estos dos aspectos de su personalidad: el hombre del retorno al Evangelio y el suscitador de humanidad. Ambas dimensiones se encuentran íntimamente unidas en él. Esta es la razón por la cual la renovación evangélica llevada a cabo por Francisco fue algo completamente distinto de un mero asunto de secta o grupo cerrado. Le abría a todo hombre un futuro nuevo, le conducía hacia un horizonte humano más amplio: hacia una fraternidad universal, a la vez entrañable y cósmica. Francisco fue una de esas personas para quienes el Evangelio vuelve a ser de pronto “buena noticia” para todos, palabra fundadora de humanidad.
Francisco escucha el Evangelio no sólo con los oídos, sino con todo su ser. Descubre a Cristo humilde, pobre y crucificado, que camina entre los hombres y revela el amor del Padre. El ejemplo de Cristo se convierte en la gran luz de su vida y le sitúa en camino de fraternidad. Así, Francisco se compromete a fondo en esta vía de pobreza y humildad.
Francisco, don y tarea
Hoy en día, en medio de las emergencias del mundo contemporáneo —los desencuentros entre naciones traducidos en guerra, la violencia, la exclusión y la marginación, la denodada lucha por el poder, el predominio del dinero por encima de la dignidad, el deterioro del medio ambiente por la depredación insaciable, el sinsentido de vida, la crisis económica y alimentaria, etc. — la figura del penitente de Asís puede contemplarse como arquetipo y directriz para los desafíos presentes en ellas.
Así las cosas, la experiencia vital de san Francisco, transformada en una espiritualidad que anima a sus múltiples seguidores y simpatizantes, puede concretarse en prácticas que mucho bien le harían a la humanidad: la no-violencia; el diálogo con los “otros” como si de hermanos se trataran; el descubrimiento de Dios en la naturaleza; el amor sencillo hacia todas las criaturas; la cercanía y ayuda respetuosa a los marginados; la confianza casi infantil en la bondad de la gente y la alegría imperturbable incluso ante los dramas más lacerantes de la vida humana; en una palabra el camino de la simplicidad.