Por Jaime Septién |
Las marchas de Culiacán y Guamuchil, defendiendo al “Chapo”, dejaron estupefacto a medio México y a parte del mundo. ¿Cómo uno que trae entre sus alforjas “dos o tres mil muertes” puede ser jaleado por una multitud vestida de blanco?
Fueron acarreados, dicen las notas de prensa. Les dieron camisetas, 200 pesos y dos tamalitos. Una pancarta elevada por una señorita decía: “Chapo, hazme un hijo”. Otros pedían que no lo extraditaran a Estados Unidos (como al “Tigrillo” Arellano Félix, como al “Güero” Palma), quizá con la idea de que pronto se fugaría del Penal del Altiplano; otras, ya sin tapujos, pedían su libertad inmediata como un héroe del pueblo.
El otro día un sacerdote amigo tocaba el tema y no resistió engarzarlo con el Evangelio donde Jesús habla de la “dureza de corazón”. Nos hemos vuelto durísimos de corazón. Ya nada nos conmueve: estamos como atontados por tanta muerte, por tanto tejido social desagarrado, por tantísima impunidad.
Cometer un crimen en México es el “negocio” más lucrativo y seguro: 97 o 98 de cada cien actos delictivos permanecen en el anonimato. Y el “¿para qué? de la gente es una punzada en el corazón, porque es verdad.