Por Juan Gaitán |
Existen en la Iglesia dos tipos de personas: constructores y consumidores. Ciertamente es una generalización burda, pero estos términos provocativos bien pueden sacudir un poco cierta atmósfera de conformismo que se respira en nuestro catolicismo.
Esta reflexión me ha saltado a la vista releyendo el evangelio del domingo pasado. Los apóstoles, mirando que se hacía tarde, sugieren a Jesús que envíe a la multitud a que se atienda a sí misma. La respuesta de Jesús es clara: construyamos el compartir, el Reino de Dios, ¡denles ustedes de comer!
Es decir, Cristo necesita constructores, no consumidores que digan: ya cumplimos, ya vámonos. La multiplicación de los panes es un anuncio de la Eucaristía y del Reino de Dios, ahí no cabe la pasividad.
Un constructor del Reino es aquel que toca al leproso para comunicarle el amor de Dios. Es quien sabe qué necesidades existen en su colonia, en su ciudad. Es quien en medio de su trabajo cotidiano crea relaciones de amor, se muestra misericordioso y compasivo. Un constructor es el cristiano que da testimonio, a través de sus actos, de que Dios ha tocado su vida. Es quien se compromete, quien sale de sí mismo al encuentro del necesitado. El constructor sabe celebrar la fe en cada Eucaristía y llevar ese amor a las personas con las que se cruza durante la semana.
Un consumidor de Iglesia es aquel que va a misa cada ocho días para “cumplir”, para calentar una banca. Es quien se dice católico pero hace oídos sordos a las necesidades de los pobres, de los marginados. Es quien se confiesa y no se convierte, quien se cree bueno solamente por ir a misa y juzga a quienes no lo hacen. Un consumidor es quien pide y pide y pide a Dios y no se entrega él mismo al proyecto del Reino de Dios. Es quien durante el ofertorio tranquiliza su conciencia con una limosna en vez de acompañarla de un ofrecimiento de vida. Sí, los consumidores desgastan a la Iglesia, la consumen.
Un consumidor de Iglesia siente que ya cumplió al bautizar a sus hijos, un constructor se las ingenia para transmitir a sus hijos el gozo de amar a Cristo.
Alguna vez le escuché a un amigo un comentario que tiene algo mucho de impropio, pero que me pareció realmente provocador: En la Iglesia, Cuerpo del Señor, existen personas que son como el apéndice, como ese órgano del cuerpo que no sirve para nada.
En resumen: Un constructor es misionero, es testigo, es activo, camina, avanza, contagia. Un consumidor utiliza a la religión, se deja vencer por su egoísmo, no realiza un esfuerzo por ir al encuentro. El papa Francisco, explicando el evangelio dominical, lo dice así:
«¿Cuántas veces volvemos el rostro hacia otra parte para no ver a los hermanos necesitados? Esto de mirar hacia otro lado es una forma educada de decirles, con guante blanco, ‘arréglenselas solos’. Esto no es de Jesús, esto es egoísmo.»
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