Por Jorge Traslosheros H. |
He seguido con detenimiento lo sucedido con Mamá Rosa y el final del albergue “La Gran Familia”. El suceso me ha provocado una serie de reflexiones que apenas logro ordenar, pues forman parte de vivencias que marcaron mi existencia.
No conocí en persona a Mamá Rosa, pero seguí durante algún tiempo el desarrollo de su institución. Conocí al sacerdote y religioso escolapio Alejandro García Durán, a quien los niños de la calle bautizaron con el nombre de Chinchachoma o simplemente Chincha. Colaboré con él directamente. Viví en una de las varias casas que instaló para sacar adelante a los chamacos. Como siempre sucede, mi intención era ayudar y recibí el ciento por uno. Después, mi vida nunca volvió a ser la misma. Jesús nunca falta a sus promesas.
Mamá Rosa saltó a la fama casi al mismo tiempo que el Chincha y por iguales razones. Se jugaron la vida, literalmente, con los niños de la calle, abandonados, delincuentes y drogadictos, perseguidos y explotados por policías, judiciales y criminales sin distinción. Hoy, a estos niños y adolescentes les denominamos “en situación de calle”, en parte para que no se oiga tan feo y otro tanto para señalar que su vida sí tiene puerta a la esperanza. Pero la verdad es que eran, como son, hijos de la calle y ningún eufemismo podrá paliar semejante marginación. Son producto excelso de la cultura del descarte. Esta cultura dominante, mejor dicho subyugante, les roba su humanidad, los margina porque son desagradables, violentos, peligrosos, molestos. Y sin embargo, ellos son los hijos amados del frágil y pequeño Dios de los cristianos. Así lo entendió claramente el Chinchachoma porque era un sacerdote ejemplar y, de alguna manera, también Mamá Rosa como mujer, laica y civil, sin explícita identidad religiosa (ignoro si alguna vez la tuvo).
La relativa claridad con la cual hoy se habla de “personas en situación de calle” no siempre fue tal. Cuando el Chincha empezó su labor eran invisibles porque nadie quería enterarse de su existencia. Sólo una mirada de misericordia podría darles identidad y devolverles su humanidad. Esos fueron los ojos del Chinchachoma y también, de alguna manera, los de Mamá Rosa. Y no porque fueran angelitos pues no lo eran, ni lo serán. Son violentos e intratables, desconfiados a cual más, capaces de actos de nobleza impredecible, como de acciones difíciles de comprender e imposibles de justificar. El romanticismo en nada ayuda a entender la vida que llevan y fácilmente se torna en obstáculo para su adecuada atención. Del Chincha me consta el crudo realismo con que abordaba el problema. De Rosa, sería difícil albergar alguna duda.
Esa mirada implicaba fe, esperanza y caridad a prueba de balas (literalmente), virtudes teologales que vivieron a la intemperie, pero también una personalidad tremenda, avasallante, fuera de lo común, capaz de intimidar a judiciales y criminales. Y en este terreno, el carácter de Rosa no tenía paralelo. Ni siquiera el huracán llamado Chincha se le igualaba.
Sin aquella personalidad nada se hubiera logrado. Ni la fundación de esa obra sobresaliente y pionera como fue “Hogares Providencia”, ni el albergue “La Gran Familia”, armado a la usanza de entonces, lleno de asperezas y muy poca sofisticación pedagógica. En ambos casos, con mucho menos recursos de lo que podría imaginarse. Eran un pequeño milagro cotidiano cuyas anécdotas de sobrevivencia dejarían perplejo a más de uno. Dios provee. Seguiremos la próxima semana.
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