OCTAVO DÍA | Por Julián López Amozurrutia |

La reflexión del Cardenal Parolin sobre la migración en nuestro país constató los hechos, con una mirada de pastor. «Cada día nos llegan nuevas noticias del ingente número de personas que en el mundo deben salir de su tierra entre situaciones lacerantes de sufrimiento y dolor. Las causas son siempre las mismas: la violación de los derechos humanos más elementales, la violencia, la falta de seguridad, las guerras, el desempleo y la miseria. ¡Cuánta violencia política, económica y social en nuestro mundo! Intentando llegar a una tierra de promisión en la que sea posible una vida digna, miles de personas deben pasar hambre, humillaciones, vejaciones en su dignidad, a veces hasta torturas y, algunos, morirán solos entre la indiferencia de muchos. Atónitos, contemplamos en pleno siglo XXI a las víctimas de la trata humana, a los que son obligados a trabajar en condiciones de semi-esclavitud, a los que son abusados sexualmente, a los que caen en las redes de bandas criminales que operan a nivel transnacional y que a veces cuentan con impunidad a causa de la corrupción y ciertas connivencias».

Tras esta constatación, se asomó a una consideración que valora la migración en la perspectiva del desarrollo y de la madurez cultural. «Las naciones, especialmente aquellas más avanzadas desde el punto de vista económico y social, deben su desarrollo en gran parte a los emigrantes. Ello es así porque el progreso está muy ligado al factor humano, a la cultura, a la inventiva, al trabajo, a las condiciones sociales y familiares». Y enseguida: «Aquellas sociedades en las que los emigrantes legales no son acogidos abiertamente, sino que son tratados con prejuicios, como sujetos peligrosos o dañinos, demuestran ser muy débiles y poco preparadas para los retos de los decenios venideros. Por el contrario, aquellos países que saben ver a los recién llegados como elementos generadores de riqueza ante todo humana y cultural y, por tanto, que saben acogerlos debidamente; aquellas sociedades que hacen los pertinentes esfuerzos por integrar a los emigrantes, dan un mensaje inequívoco a la entera comunidad internacional de solidez y garantía que, en sí, generan aún un mayor progreso».

No hay ninguna ingenuidad en este planteamiento, pues se reconoce que el fenómeno es enormemente complejo, y reclama tanto una responsabilidad de los individuos como de los estados. «Por un lado el emigrante tiene el deber de integrarse en el país que lo acoge, respetando sus leyes y la identidad nacional. Por otro lado el Estado tiene también el deber de defender las propias fronteras, sin olvidar en ningún caso el respeto de los derechos y el deber de la solidaridad». Por ello «es evidente que el fenómeno de la migración no puede ser resuelto únicamente con medidas legislativas o adoptando políticas públicas, por buenas que sean, y mucho menos únicamente con las fuerzas de seguridad y del orden. La solución del problema migratorio pasa por una conversión cultural y social en profundidad que permita pasar de la ‘cultura de la cerrazón’ a una ‘cultura de la acogida y el encuentro'».

Esto requiere colaboración en todos los niveles, estrategias comunes. Y aquí se asoma una perspectiva audaz, que reconoce a la política su vocación más noble. «La política es el arte de lo posible. Hagamos posible lo que parecía imposible. Seamos ambiciosos al plantearnos los retos. No nos desanimemos por aquello que no son sino aparentes fracasos».

Su conclusión vuelve a mirar a la persona, en el espíritu más característico de Juan Pablo II. «El emigrante no es simplemente alguien a quien hay que respetar según las normas establecidas por la ley, sino una persona cuya presencia interpela y cuyas necesidades se transforman en compromisos». Un hermano. Una oportunidad de encuentro. En la fe, un representante del Señor.

Publicado en el blog Octavo Día, de El Universal (www. eluniversal.com.mx), el 8 de agosto de 2014. Reproducido con autorización del autor: padre Julián López Amozorrutia.

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