OCTAVO DÍA | Por Julián López Amozurrutia |
«Los mexicanos son muy hospitalarios. Siempre te reciben bien, y te hacen sentir como en tu casa». La percepción del turista bienintencionado puede ser verdadera. Aunque se complementa con otra, no menos frecuente. «Hay un grupo de vivales buscando aprovecharse de ti en cualquier ocasión». En ambos casos, el anecdotario es abundante.
Hojeando la notable antología Antigua y nueva palabra, que recoge textos mesoamericanos de muy variada índole, editados por don Miguel León-Portilla, Earl Shorris y otros colaboradores (México 2004), me encontré con un pintoresco entremés, publicado originalmente por Fernando Horcasitas. Se trata de una breve farsa, escrita en náhuatl, que se representaría en las fiestas del Señor de Yencuictlalpan, en San Pedro Atocpan, y que pudo ser dictado a R. H. Barlow por el indígena anciano N. Zacatzin, hacia 1948.
La hospitalidad queda bellamente descrita por la pieza. Un grupo de peregrinos, encabezados por Xocohuica, el cargador de fruta, llega a las cercanías del santuario del Señor de las Misericordias, y pide permiso al «gobernador» para descansar. El cuadro así lo plasma:
«Jefe de los peregrinos: Señor gobernador: he venido ante ti para pedirte permiso para que descansemos con todo lo que traemos cargado.
Gobernador: No descansen todavía. Primero díganme de dónde vienen. Jefe de los peregrinos: Venimos desde tierras muy lejanas, y pedimos posada. ¿Está allá Nuestro Padre, el de Yencuictlalpan?
Gobernador: Sí, sí está. Descansen; les doy permiso. Jefe de los peregrinos: Muchas gracias. Voy a avisarles a mis peregrinos que ya pueden descansar. Con permiso. Gobernador: Sí, pasa» (p. 404).
Pero el gesto no queda ahí. La atención se extiende a enviarles alimento, como corresponde a un buen anfitrión:
«Jefe de los peregrinos: Señor gobernador, vengo a pedirte, a rogarte que mandes que alguien nos traiga nuestra comida.
Gobernador: ¡Cómo no! Voy a ver a quiénes les puedo enviar para que les lleven su comida.
Jefe de los peregrinos: Si das tu permiso.
Gobernador: Allá lo enviaré.
Jefe de los peregrinos: Te lo agradezco. Con permiso. Gobernador: Sí, cómo no. Pásale» (p. 405).
El gobernador envía la comida a través de unas jóvenes tlacualeras. Ellas cumplen su cometido, y se les encomienda regresar con el gobernador llevando la gratitud de los huéspedes. Pero en el camino de regreso son molestadas por el Alozohtli, el pícaro del pueblo, quien se queda con el licor que ellas habían llevado. La amabilidad de los anfitriones queda, así, contrastada por la impertinencia del personaje. Ellas lo acusan con el gobernador, quien va a encontrarse con los peregrinos, buscando al Alozohtli. En un primer momento no lo encuentra, pero finalmente aparece, y las jóvenes lo delatan. El jefe de los peregrinos se hace cargo de asegurarle una tunda al personaje:
«Gobernador: ¿Con qué lo haremos entender?
Jefe de los peregrinos: Con darle una buena azotaina.
Gobernador: Que venga para que lo azotemos.
Jefe de los peregrinos: Me parece muy bien. En seguida se lo traeremos. Con permiso.
Gobernador: Pasen ustedes.
Jefe de los peregrinos: Viejitos, peregrinos, ya fueron a traer al Alozohtli, Así nunca lo volverá a hacer.
Todos: ¡Traigámoslo! (p. 408)».
Cuando lo encuentran, el gobernador lo interroga y él finge demencia. Pero entonces los peregrinos lo azotan, y le exigen que pida disculpas. Dejan de azotarlo, y él da las gracias. Finalmente, los peregrinos continúan su camino hasta llegar al santuario, meta de su peregrinación.
En su aparente ingenuidad, el entremés describe simultáneamente la hospitalidad y el abuso. En el contexto de una tradicional peregrinación, la vida queda retratada. Y no podemos sino sentir la interpelación. A no perder la hospitalidad. Ni dejar de poner en su sitio al Alozohtli.