Por Jorge Traslosheros |
La lección de Ratisbona de Benedicto XVI tuvo consecuencias más allá del diálogo cristiano-musulmán. De hecho, dio mayor impulso a una idea nacida en las catacumbas de las persecuciones religiosas del siglo XX, vistas a la luz del Evangelio, articulada en el Concilio Vaticano II, alimentada por el Magisterio pontificio y desarrollada por la diplomacia de la Santa Sede. Es necesario hacer de la libertad religiosa elemento constitutivo de las culturas, para lo cual es importante convertirla en uno de los pilares del Derecho y las relaciones internacionales. Es el llamado “espíritu de Asis”.
Por desgracia, más allá de la retórica, ni en Estados Unidos o la Unión Europea han querido escuchar la propuesta de la Iglesia, como tampoco las excelentes razones que en este sentido han dado líderes religiosos, académicos y diplomáticos de distintas latitudes. Los políticos e intelectuales del llamado mundo occidental parecen habitar en otro planeta. Cuando las religiones se les cruzan en el camino, lo que sucede constantemente, pierden el sentido de la realidad. No pueden entender que éstas son parte esencial de cualquier cultura. Los intentos por hacerles entrar en razón se interpretan como una violación a su virginal laicismo.
El occidente laicista sufre de ceguera voluntaria. Su falta de entendimiento es tal que intentaron guardar silencio ante el sacrificio de los cristianos y otras minorías en Irak; pero la terca realidad se les impuso. Ha llegado la hora de comprender que sólo con acciones multilaterales, sustentadas en una estrategia que haga de la libertad y el diálogo interreligioso su piedra angular, se podrá alcanzar paz, justicia y estabilidad en Medio Oriente. Ante la avasalladora evidencia, ¿estarán dispuestos a entender la lección impartida por el viejo profesor? La respuesta depende del tamaño de su soberbia.
Ratzinger tenía razón más allá de la lección de Ratisbona. En las primeras líneas de su libro “Introducción al Cristianismo” nos recuerda la parábola de Kierkegaard sobre el payaso y el pueblo en llamas. Un circo acampaba en las periferias de una aldea y de repente cae presa de las llamas. Entonces el dueño envía a un payaso, ya listo para su actuación, a dar aviso del inminente peligro. Los aldeanos, lejos de escucharle, se ríen de él haciendo vanos sus esfuerzos. Para cuando logran reaccionar era demasiado tarde. El pueblo había sido consumido por las llamas. Ahora, en Medio Oriente, parece más que una sencilla parábola.
Ratzinger estaba muy lejos de llamar al desaliento. Su teología y magisterio han sido un canto de esperanza pletórico de aguda inteligencia. Su llamado es al realismo. La situación actual de quien anuncia el Evangelio en medio de la cultura de la indiferencia poco tiene de nuevo. Como Iglesia, nuestra suerte no la compartimos con el payaso, sino con cuantos santos y profetas hayan pisado la tierra. Así lo dice Jeremías (20, 8-9): “Por anunciar la palabra del Señor me he convertido en objeto de oprobio y de burla todo el día. He llegado a decirme: ‘ya no me acordaré del Señor ni hablaré más en su nombre’. Pero había en mí como un fuego ardiente encerrado en mis huesos; yo me esforzaba por contenerlo y no podía”. Estoy convencido de que este es el fuego que Jesús trajo al mundo y propagarlo es la misión de la Iglesia. Así, como lo hace el Papa Francisco.
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