OCTAVO DÍA | Por Julián López Amozurrutia |
Muerto el cinco de septiembre de 1914, en el frente de batalla, Charles Péguy constituye una figura cimera en la literatura del siglo XX. Dilatado, recurrente y brillante, tanto en su prosa como en su poesía y en su dramática, erigió un estilo absolutamente personal, original e irrepetible, que da cuenta de la complejidad de la existencia y de una apertura intensa a la trascendencia. Así lo presenta uno de los principales teólogos del mismo siglo:
«Como Péguy profundiza en el fundamento de todas las antinomias superficiales, resulta un espíritu en extremo contradictorio, y hasta un conciliador de todo lo inconciliable, para todos los que son incapaces de seguir sus sondeos. Péguy es para éstos comunista y tradicionalista, internacionalista y nacionalista, de extrema izquierda y de extrema derecha, uno que siente con la Iglesia y es anticlerical, un místico y un periodista polémico, etc. Pero contemplándolo en sus rasgos fundamentales, las líneas en apariencia chocantes se ordenan como radios convergentes en un centro. Partiendo de este centro, se resuelven todas las oposiciones. Partiendo de este centro puede él permitirse un humor con que todo lo impregna una especie de astucia campesina y bonachona con la que se aparta de la intelligenzia clerical y anticlerical de su entorno, quedándose con los pies bien plantados en la tierra, en encarnación permanente» (H. U. von Balthasar, Gloria 3. Estilos laicales, Madrid 19952, 405).
Su conversión al catolicismo se dio junto con otra no menos célebre, la del entonces joven Jacques Maritain, aunque éste habría de reprocharle más tarde, leyendo su obra, el no ser consecuente con su opción. Se trataba acaso, más bien, de un doble talante espiritual que en el caso de ellos resultaba inconciliable: el del filósofo y el del poeta.
De cualquier modo, la ventaja de sus elipses infatigables es que pueden abordarse como totalidad o por fragmentos. Una idea cabal de su vigor se logra siguiendo por completo algunos de sus extensos trabajos. Pero también unas breves perlas de su pluma nos asoman a su genio.
Un reflejo, tal vez, de ciertos matices de su conversión, una búsqueda de pureza y radicalidad, en la conciencia de la propia indigencia y a la vez de su aspiración altísima, los encontramos en su Eva:
Y no nos confiaremos más que a las velas eternales
Porque es Jesús quien los has ha tensado.
Y no nos confiaremos nada a las ataduras carnales
Porque Jesucristo nos las ha distendido.
Y no nos confiaremos más que a los mástiles eternales
Porque es Jesús quien nos los ha colgado.
Y no confiaremos nada a las maniobras carnales
Porque Jesucristo nos las ha descolgado.
Y hemos caído en la red de Pedro
Porque es Jesús quien nos la había tendido.
Y nos hemos abstenido de tener un corazón de piedra
Porque Jesús nos lo ha prohibido. […]
Y hemos caído en la red de Pedro
Porque es Jesús quien nos la había tendido.
Y no hemos podido conservar un corazón de piedra
Porque Jesús nos lo había fundido. (Madrid 2004, 437,
con pequeñas correcciones).
En una aspiración a la paz casi mística, confrontada con el propio dinamismo de sus búsquedas, la Noche es un personaje entrañable, un continuo estable, anuncio de la última confianza; el marco para que ocurra el sueño, amigo del hombre; acaso la más bella creación de Dios, según su propia visión, ámbito real de la esperanza.
Noche, tú eres la única que curas las heridas.
Los corazones doloridos. Dislocados. Desmembrados.
Oh hija mía de los ojos negros, la única de mis hijas
que eres, que puedes llamarte mi cómplice.
Que eres cómplice conmigo porque tú y yo, yo por ti,
Juntos hacemos caer al hombre en la trampa de mis brazos y lo tomamos un poco por sorpresa.
Pero se le toma como se puede. Si alguien lo sabe, soy yo.
Noche tú eres una bella invención
De mi sabiduría.
Noche oh hija mía, la Noche oh mi hija silenciosa,
En el pozo de Rebeca, en el pozo de la Samaritana
Tú sacas el agua más profunda
En el pozo más profundo
Oh noche que acunas todas las criaturas
En un sueño reparador.
Oh noche que lavas todas las heridas
En la única agua fresca y en la única agua profunda
En el pozo de Rebeca extraída del pozo más profundo.
Amiga de los niños, amiga y hermana de la joven Esperanza
Oh noche que curas todas las heridas
En el pozo de la Samaritana tú que extraes del pozo más profundo
La oración más profunda.
Oh noche, oh hija mía la Noche, tú que sabes callarte, oh hija mía del bello manto.
Tú que viertes el reposo y el olvido. Tú que viertes el bálsamo, y el silencio, y la sombra
Oh Noche mía estrellada yo te he creado la primera.
Tú que duermes, tú que sepultas ya en una Sombra eterna
A todas las criaturas
A las más inquietas, al caballo fogoso, a la hormiga laboriosa,
Y al hombre, ese monstruo de inquietud.
Noche que logras adormecer al hombre
Ese pozo de inquietud.
Él solo más inquieto que toda mi creación junta.
Al hombre, ese pozo de inquietud. («El pórtico del misterio de la segunda virtud», en Los tres misterios, Madrid 2008, 354).
El hombre hace mucho ruido. Pero está llamado a la paz. ¿Cómo se articula en su pozo la inquietud y el reposo eterno? Sólo lo sabe el sueño. Y la Esperanza.
Publicado en el blog Octavo Día, de El Universal (www. eluniversal.com.mx), el 5 de septiembre de 2014. Reproducido con autorización del autor: padre Julián López Amozurrutia.