Por Felipe de J. Monroy, Director Vida Nueva México|
El presidente de lo que queda de la República, Enrique Peña Nieto, emitió el “Mensaje a la Nación: Por un México en Paz con Justicia, Unidad y Desarrollo” a dos meses de los acontecimientos de Iguala, Guerrero, cuyos tristes despojos se han vuelto símbolos de la crisis transversal en el aparato institucional en cada rincón del país.
Tanto en la apertura como en las conclusiones, el ejecutivo nacional dibujó un panorama de los acontecimientos en el país y de los sentimientos que provoca dicha crisis institucional. En realidad, la crónica de los eventos y su adhesión a la indignación no convenció a quienes han y hemos seguido hombro a hombro el clamor de la gente y las víctimas, pero quizá sí permeó entre sus correligionarios, sus miembros operativos, sus primeros colaboradores y sus más radicales defensores. Ahora es posible decir que vivimos en un ‘Estado fallido’ no solo entre los ciudadanos que hemos constatado esa verdad cada día, sino entre los muros del palacio y las cumbres del poder, como los asesores, los secretarios, funcionarios públicos y beneficiarios del modelo económico vigente; es hasta ahora que pueden hablar de esto abiertamente porque “el Estado ha cedido espacios”, lo ha dicho el presidente. La primera ambigüedad es suponer que el mensaje iba dirigido a quienes sostenemos una crítica frente al régimen; todo lo contrario, sus destinatarios eran quienes se preguntaban por qué había tanto escándalo en las calles.
Entonces habrá quienes aplaudan y reconozcan en este mensaje al estadista que esta crisis necesita. Pero he aquí su primer error: ¿Qué significa que el primer mandatario, uno que doblegó a la oposición para hacer pasar las reformas de su interés, se sume a la exigencia de la justicia en su propio país? ¿Qué significa la (re)afirmación de su voto de servicio y compromiso a un tercio del camino sexenal? ¿Será él quien al asumir la responsabilidad de liberar a México de la criminalidad, asuma también los costos políticos de esta declaración?
Peña se colocó nuevamente como blanco de diana y le han disparado nada más que la verdad: “¡Tú no eres Ayotzinapa!”
Algo suena detrás de cada inquietud que presenta el mandatario: si el presidente exige justicia, ¿quién la está impartiendo hoy en día?; si anuncia su compromiso a mitad del camino, ¿no lo había asumido hasta ahora?; si Peña recogerá los lastres de la batalla, ¿quién recibirá el relevo sin la presión de la inmovilidad?
Con todo, el verdadero cuerpo del mensaje está en las nuevas diez medidas prácticas y operativas para “recomponer el rumbo, para impulsar el cambio de fondo en materia de seguridad, justicia y Estado de Derecho”: 1. Aprobación de una ley contra la infiltración del crimen organizado en autoridades (municipales, principalmente); 2. Redefinición de competencias de autoridades en el combate al delito; 3. Policía estatal única con 32 corporaciones; 4. Teléfono único de emergencias en materia de seguridad (911); 5. Clave única de identidad; 6. Operativo especial en Tierra Caliente; 7. Reformas de acceso a la justicia; 8. Fortalecimiento de instituciones de defensa de Derechos Humanos (articulación de un Sistema Nacional de Búsqueda de Personas no Ubicadas, Banco Genético y Registro Nacional de Víctimas); 9. Aprobación de leyes anticorrupción; y 10. Fortalecer mecanismos de transparencia y rendición de cuentas.
La primera crítica que recibe Peña Nieto sobre este decálogo es precisamente lo que le habrá motivado a pronunciarlas: Si no logra hacer cumplir mínimamente las leyes vigentes, ni responde al clamor popular para remover funcionarios, ¿para qué proponer nuevas leyes, para qué proponer nuevos organismos que indefectiblemente estarán en manos de funcionarios intocables?
Cada una de las propuestas merecen un análisis exhaustivo y serán estudiadas por los especialistas; sin embargo, me atrevo a señalar que todas las medidas están encaminadas a lo que el presidente enfatizó: unidad. Pero cierta unidad que sueña con uniformidad, unidad a la que no le basta el equilibrio. Esto no es nuevo, paulatinamente parece que vamos mudando de las instituciones ‘federales’, a las instituciones ‘nacionales’. Se busca armonía pero se sacrifica autonomía. Ante la desarticulación del país, parece obvio buscar una mayor centralización en el ejercicio del gobierno y el control administrativo, judicial, electoral, legislativo incluso; pero no podemos menospreciar la reaparición de fantasmas hegemónicos absolutamente inoperantes en la era de la ciudadanía politizada y participativa.
En el mensaje también anunció la creación de tres Zonas Económicas Especiales (ZEE) en el sur del país, algo de no poca trascendencia. Las ZEE en el mundo son muy valoradas en el marco de la economía global, por su éxito en la reactivación productiva y comercial de economías ralentizadas, aunque muchas veces a costa de dos sacrificios muy claros: el ‘cierto grado’ de explotación laboral, la pérdida de tierras de cultivo y una (aún) menor intervención del gobierno en las empresas y sus relaciones inmobiliarias en la zona.
Aún hay más respecto a la narrativa de estas propuestas: ¿Habrían sido presentadas sin la emergencia que vivimos? ¿Era necesaria la sangre de las víctimas, la ausencia de los desaparecidos, la indiferencia de las fuerzas del orden, la corrupción de las autoridades, el mar infinito de muertos anónimos? ¿Era necesario reconocer que “el Estado había cedido espacios”? ¿Hacía falta que el presidente asumiera personalmente la responsabilidad de “liberar a México de la criminalidad, la corrupción y la impunidad”? Todo el mensaje parece señalar que sí: que se aplicarán medidas emergentes para un escenario no previsto.
De allí la inquietud por el “he decidido” presidencial que, en el fondo, habla de un viraje inesperado que doblega a los cambios y no de una reflexionada estrategia a largo plazo. Fuera de las propuestas emergentes, el mensaje denota una serie de ambigüedades que intentan cubrir cierta verdad subyacente.
Cuando Peña Nieto dice que “México sufrió uno de los ataques más cobardes y crueles del crimen organizado” es claro que no habla de los estudiantes de Ayotzinapa sino del propio Estado a través de autoridades corruptas y delincuentes. Cuando habla de “indignación y agravio” no hay elementos emocionales sino pragmáticos y políticos.
Es esto lo que aún no mira el presidente y por eso no logra empatía con el pueblo que representa. Él se ha visto forzado, mientras que el pueblo ha decidido a plantear un nuevo modelo de relación con el gobierno. Esperemos que esto último sí logre dar frutos. @monroyfelipe