OCTAVO DÍA | Por Julián López Amozurrutia |
Lo que más se busca en el Tepeyac es el consuelo. Lo he constatado muchas veces. La compasión manifiesta en la mirada de la Virgen cautiva a los corazones necesitados de redención.
En realidad, ello mismo corresponde al sentido originario de la advocación. En el Nican Mopohua, al narrarse la primera aparición y pedir que le levanten su «casita divina», Santa María expresamente dice: «donde mostraré, haré patente, entregaré a las gentes todo mi amor; mi mirada compasiva, mi ayuda y mi protección. Porque, en verdad, yo soy vuestra madrecita compasiva, tuya y de todos los hombres que vivís juntos en esta tierra y también de todas las demás gentes, las que me amen, las que me llamen, me busquen, confíen en mí».
Estas palabras se confirman de modo plástico en la imagen, especialmente en sus ojos. Y corresponden con la feliz elección del texto litúrgico para la primera lectura de la misa, del Sirácide, en el que se deja hablar a la sabiduría como la «madre del amor, del temor, del conocimiento y de la santa esperanza» (Sir 24,18).
También el Concilio Vaticano II, al cerrar su reflexión sobre la Iglesia y del papel de María en ella, la pudo reconocer como «signo de esperanza cierta y de consuelo» (Lumen Gentium, n. 68), en un tema que, por cierto, luego se retomó en un prefacio de la Misa.
El amor, la mirada compasiva, la ayuda y la protección que Santa María de Guadalupe ofrece tiene el sentido de indicar a la persona de la que ella, como madre, es portadora, es decir, Jesucristo.
Sobre el consuelo, y precisamente en el contexto de la esperanza, el Papa Benedicto XVI dejó una magistral lección en su encíclica Spe Salvi. Leemos: «La grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. Esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad. Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana. A su vez, la sociedad no puede aceptar a los que sufren y sostenerlos en su dolencia si los individuos mismos no son capaces de hacerlo y, en fin, el individuo no puede aceptar el sufrimiento del otro si no logra encontrar personalmente en el sufrimiento un sentido, un camino de purificación y maduración, un camino de esperanza».
Y continúa: «En efecto, aceptar al otro que sufre significa asumir de alguna manera su sufrimiento, de modo que éste llegue a ser también mío. Pero precisamente porque ahora se ha convertido en sufrimiento compartido, en el cual se da la presencia de otro, este sufrimiento queda traspasado por la luz del amor. La palabra latina consolatio, consolación, lo expresa de manera muy bella, sugiriendo un ‘ser-con’ en la soledad, que entonces ya no es soledad. Pero también la capacidad de aceptar el sufrimiento por amor del bien, de la verdad y de la justicia, es constitutiva de la grandeza de la humanidad porque, en definitiva, cuando mi bienestar, mi incolumidad, es más importante que la verdad y la justicia, entonces prevalece el dominio del más fuerte; entonces reinan la violencia y la mentira» (n. 38).
Finalmente: «Sufrir con el otro, por los otros; sufrir por amor de la verdad y de la justicia; sufrir a causa del amor y con el fin de convertirse en una persona que ama realmente, son elementos fundamentales de humanidad, cuya pérdida destruiría al hombre mismo» (n. 39).
Nuestro país en sus dolores, sin renunciar, por supuesto, a la justicia y a la verdad, necesita también de mucho consuelo. El que otorga la cercanía cálida del prójimo. El que María de Guadalupe hace visible de manera elocuente y eficaz.
Artículo publicado en el blog Octavo día, en eluniversal.com.mx. Reproducido con permiso expreso del autor.