OCTAVO DÍA | Por Julián López Amozurrutia |

Espeluznante. En los mismos días que el mundo entero se horrorizaba ante el episodio violento en la Ciudad Luz, una noticia aún más horrible -si cabe decirlo- llegaba de Nigeria. No generó las movilizaciones de la primera, pero el exceso del mal en ella no era menor: una niña, acaso de unos diez años, utilizada como bomba humana para atentar contra un mercado. A pesar de nuestras historias nacionales, gracias a Dios no hemos perdido la capacidad de indignación, sobre todo cuando constatamos que la crueldad humana puede desbordar todo límite.

Los casos que los medios de comunicación nos vuelven accesibles hacen intuir, lamentablemente, que muchos otros quedarán en la oscuridad, en el anonimato. Como las preguntas ante las fosas clandestinas que se encuentran de pronto. ¿Quiénes son? Arman el macabro desfile de los otros desaparecidos, aquellos de los que tal vez no tenemos ni el nombre, ni el testimonio, ni la narración. Los que despiertan el reclamo de Job y explican el impulso creyente que sabe que Dios, tarde o temprano, hará justicia, sin que ello nos exima, como sociedad y como humanidad, de comprometernos en lo que nos toca.

La violencia fraterna nos muestra que el mal no es nunca una cuestión que se quede en el nivel moral, o de la organización social. Hay en ella un alcance metafísico. Es un enigma radical, ante el que es necesario asumir una postura global. Hoy algunos caen en la tentación de la indiferencia. Tal vez porque es demasiado duro de digerir. Pero otros se suben al tren de la venganza, ampliando el radio de acción del mismo mal.

«¿Qué puedo hacer ante tanto dolor?», preguntaba una víctima auténtica de un atropello absurdo. Pero alguien más, en una conversación cercana, soltaba la retahíla de todas las quejas que tenía contra sus seres queridos porque no lo atendían con la suficiente gratitud. «¿Por qué me dicen que me odian, y lo hacen con tanto encono?» Después de un rato de escucharlo, estuve seguro de que él mismo había generado aquellas reacciones. Había en él una enorme cantidad de violencia. Transpiraba agresión.

El cristiano, al rezar el Padrenuestro, pide que le sean perdonadas sus ofensas como él mismo perdona a quienes lo ofenden. Lo hace en la misma secuencia que suplica que no le falte “el pan de cada día”. Se trata entonces, también, del perdón de cada día. Tal vez escondidos en los meandros de nuestros pasos, las «otras» víctimas son más cercanas a nosotros, y sí tenemos ante ellas una responsabilidad directa de paz y reconciliación. La ferocidad del mal acaso no nos alcance en las narraciones terribles de la historia que se vuelven paradigmáticas, pero no dejan de estar cerca, muy cerca de nuestros intercambios ordinarios, de nuestras conversaciones pasajeras, de nuestros hogares y lugares de trabajo, desplazamiento y esparcimiento.

El monstruo de mil rostros puede ser vencido. Más aún, ya ha sido derrotado por la Palabra de vida. Por tremendo y espantoso que resulte su vaho, hemos de darle la cara y enfrentarlo en el paisaje habitual de nuestra vida. ¿Qué nos toca hacer? Ante todo, las pequeñas cosas de todos los días. En los círculos inmediatos de nuestro trato. Ahí, asegurar la amabilidad y la cortesía, la condescendencia y la paciencia, la creatividad y el servicio, la solidaridad y el respeto. Sólo así evitaremos que las «otras» víctimas estén siendo generadas por nosotros mismos, por descuido, por torpeza o por mezquindad.

La más grande movilización, y la única efectiva a largo plazo, es la que tiene lugar en los corazones de los seres humanos.

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