Por Antonio Maza Pereda | Red de comunicadores católicos |
En la zona polar que abarca partes de Europa, Asia y América hay unos pequeños roedores, llamados lemmings. Son parecidos a una especie de conejitos pequeños que en otro tiempo abundaban en los volcanes cercanos al Valle de México, llamados teporingos. Hay una leyenda, que nunca se ha comprobado acerca de estos lemmings. De acuerdo a la leyenda, cuando por cualquier motivo, aumenta demasiado la población de esos animalitos, de un modo instintivo, sin causa alguna, los lemmings corren a los precipicios y se suicidan masivamente, logrando de ese modo mantenerse en la cantidad adecuada de roedores para no dañar la ecología.
No soy naturista ni pretendo dar aquí una clase de zoología. Es solo que esta leyenda me recuerda mucho las campañas políticas de este año. En el sistema político mexicano ha aumentado de una manera desmesurada el número de políticos. Hay buenas razones para ello: el pago es bueno, las oportunidades abundan, y se puede obtener fama y poder de una manera mucho más rápida que en los negocios, las ciencias o a las artes. Y ya hay demasiados.
Esto ha hecho que proliferen también los distintos partidos políticos. No estamos todavía en los niveles de Italia, donde se dice que hay tantos partidos políticos que nadie sabe con seguridad cuántos son, porque cada semana muere alguno o se crea alguno nuevo. Hay quien dice que pasan de 200 partidos. No estamos así, pero no cabe duda que nunca en nuestra historia habíamos tenido tantos partidos.
Si lo que da vida a los partidos es la confianza de los ciudadanos, es claro que en este año todos los partidos se han dedicado intensivamente a lograr destruir esa confianza. Todos se han dedicado demostrar que los demás partidos son ineptos, corruptos, inadecuados para gobernar. Todos creen que si demuestra la ineptitud de los demás, en automático están demostrando su propia capacidad y aptitud. Y han sido muy exitosos. Entre todos han logrado, entre su propaganda y sus acciones, que el electorado los considere todos igualmente inadecuados. En las encuestas sobre la confianza que genera a la ciudadanía los distintos organismos del Estado, los partidos políticos ocupan siempre los últimos lugares.
Hace poco, tratando de hacer un poco de eco a los sermones de la semana Santa, algún político se le ocurrió decir: «el que esté libre de corrupción que tire la primera piedra». Reconociendo, implícitamente, que en el ambiente de la política no hay nadie que no sea corrupto. Aparentemente, nuestro patricio legislador consideró eso un buen argumento para convencer al electorado de no tomar en cuenta los distintos escándalos de corrupción que han ocurrido últimamente.
¿No será que nuestros políticos, sintiendo que han saturado el ecosistema de la política electoral, han entrado en una dinámica de autodestrucción? Porque parece que así está ocurriendo. Todos están activamente ocupados en demostrar que la clase política es indigna de confianza. Claro está, todos tratan de aparecer como esa ave que cruza el pantano sin manchar su plumaje. Pero en este torneo de todos contra todos, lo que se está perdiendo es la poca credibilidad que le quedaba a los partidos. Si la credibilidad es el ingrediente para la vida de los partidos políticos, lo que estamos presenciando se parece mucho a un suicidio colectivo de la clase política. Con dos o tres campañas como ésta, ya nadie creerá en los políticos ni, cosa mucho más grave, nadie creerá en el sistema democrático.
La civilidad, las buenas maneras, la voluntad de dialogar y de llegar a acuerdos que deberían ser la marca de los políticos, cada vez existe menos. No cabe duda que nuestra clase política es buena para atacar, para la calumnia y la murmuración. Pero también han dejado muy claro que han sido muy incapaces de proponer agendas positivas. Sus propuestas se reducen a un tema único: quiten a los otros para que yo pueda gobernar, y verán que lo haré muy bien. No cabe duda que nos están pidiendo un salto al vacío, un acto de fe. Quieren qué, sin pruebas, creamos que son muy capaces sólo porque han demostrado que existen otros que no lo son. Confían en su poder de convencimiento, no en sus razonamientos.
En esta campaña la mercadotecnia, la retórica, la oratoria, la imagen y otras técnicas más han desplazado completamente a la razón. Y no falta quien, para justificar la falta de razones, dice que el electorado es incapaz de entender razonamientos y que el político que trate de razonar, inevitablemente, perderá. Yo no lo creo. Es cierto que hemos sido por muchas décadas sujetos de una educación sumamente deficiente. Es cierto que los medios nos han acostumbrado a reaccionar en lugar de razonar. Pero creo también que la facultad de la razón es una parte integral de nuestra antropología. Instintivamente tendemos a razonar y nuestra voluntad tiende buscar las razones de más peso para iluminar sus decisiones.
Muchas personas, aunque no sepan de lógica, cuando son expuestas a un razonamiento con buena argumentación, de una manera instintiva se adhieren a ese razonamiento. Claro, si lo único que se les presenta son sofismas, o argumentos de tipo emotivo, escogerán entre lo que se le presenta. Es tarea de los políticos encontrar los razonamientos, debidamente fundados, para presentarlos al electorado. Pero no, desgraciadamente no lo están haciendo. Se han dedicado a difamar a otros, se han dedicado a adjudicarse logros que han sido, en todo caso, de los acuerdos entre partidos, y en algunos casos se han dedicado lisa y llanamente a mentir. Y la mentira se nota. Y el electorado, por instinto, la rechaza aunque no pueda dar buenas razones para hacerlo.
Creo que no hay que ver como un bien este desprestigio colectivo de la política. Nada bueno sale de una desconfianza generalizada en nuestras instituciones. Lo que está ocurriendo es el pesimismo de los ciudadanos, incluso su cinismo frente a todos los que quieran o pretendan gobernar. Las opciones no son las mejores: una dictadura militar, una dictadura revolucionaria, o una especie de anarquismo ilustrado que confía en que entre un grupo de «notables» podrán gobernarnos. Por supuesto, lo más difícil es la reforma de los partidos. Larga, tediosa, difícil de lograr. Pero abandonar el ideal de una democracia sin adjetivos, como propuso Enrique Krauze hace poco más de 30 años, sería un mal gravísimo.