Por Jorge TRASLOSHEROS |
En México tenemos un déficit de ciudadanía. Nos involucramos poco en la consecución del bien común. Muchas son las razones, pero una de las más importantes es que los políticos lo procuran. A menos participación, más ventajas para sus clientelas, creándose un círculo vicioso entre fatalismo ciudadano y corrupción política: a más corrupción, más desaliento; a más desaliento, más corrupción.
Este círculo vicioso se fomenta por una de las grandes contradicciones de nuestra cultura. Mientras que el pueblo es religioso, mayoritariamente católico y con un creciente pluralismo también en clave cristiana; la clase política e intelectual es preponderantemente antirreligiosa, anticlerical y decididamente anticatólica, con fuerte impacto en los medios de comunicación.
Esto tiene dos expresiones perniciosas. Por un lado, la existencia de una agresiva discriminación contra los católicos, la cual es considerada políticamente muy correcta. Por otro lado, la presencia de un rechazo constante al reconocimiento de la libertad religiosa como un derecho humano fundamental, incluso después de aprobada la reforma constitucional de 2013. El mensaje es perverso: no se debe ser católico y ciudadano al mismo tiempo.
Esta esquizofrenia social inducida alimenta uno de nuestros más graves problemas culturales, como es la fractura ética de nuestra ciudadanía. No pocas encuestas han demostrado que, para la mayoría de los mexicanos, es irrelevante ser coherente en la vida pública con los valores que guían la vida privada. La razón esgrimida es constante: ¿Qué caso tiene ser consecuente si de todos modos me van a joder, si el que no transa no avanza? Esta fractura ética es el combustible que alimenta el círculo vicioso del fatalismo ciudadano y la corrupción pública. Si ser coherente no tiene consecuencias, ¿qué sentido tiene participar?
Por eso es tan trascendente el llamado del papa Francisco para no dejarnos arrastrar por el fatalismo. Los católicos somos una parte significativa de la ciudadanía y, si bien no somos culpables de la corrupción y el desastre creado por la clase política, nuestra fe nos impulsa a la responsabilidad civil en la construcción del bien común. No podemos ser buenos católicos, sin ser también virtuosos ciudadanos. Lo contrario es vegetar en la esquizofrenia espiritual y civil.
La buena noticia es que la catolicidad mexicana da visos de cambios positivos. No me refiero al número de católicos, pues una Iglesia obesa y fatalista hace más daño que bien. Me refiero a la participación como sociedad civil, para hacer presente nuestra propuesta cultural profundamente humanista, bien centrada en la vida y dignidad de las personas. Pongo dos ejemplos.
El primero. Este fin de semana se realizará la cuarta marcha por la “Paz y la Familia” en la ciudad de Cuernavaca. No es un evento político, sino la expresión de ciudadanos libres, como explicó el obispo Ramón Castro. La marcha ha recibido ataques serios del gobernador Graco Ramírez, viva imagen del político al cual le molesta la participación ciudadana más allá de su clientela. Quisiera reproducir el círculo vicioso, pero se topa con una ciudadanía dispuesta al testimonio.
El segundo ejemplo. En la Ciudad de México, los católicos de a pie decidieron celebrar el Segundo Congreso Eucarístico Arquidiocesano, como respuesta al llamado del papa Francisco. El motor de la vida de un católico es Jesús de Nazaret y el núcleo de su espiritualidad la eucaristía, porque es la presencia inequívoca de Cristo al cual todos, sin excepción, tenemos vía libre mediante la contemplación. La fe llama a la esperanza en la caridad y, en consecuencia, a la construcción del bien común mediante la participación ciudadana.
El Congreso se llevará a cabo durante la primera semana de junio y está dirigido especialmente a los jóvenes. Su objetivo es sencillo: desde la contemplación de Jesús, alimentar nuestra alegre esperanza para ser buenos católicos, mejores ciudadanos y así construir una mejor ciudad.
Entonces, ¿para qué sirve la libertad religiosa? Entre muchas cosas, para formar una ciudadanía comprometida, capaz de romper el círculo vicioso del fatalismo y la corrupción. La libertad religiosa recién ganada en México es un tesoro, un instrumento jurídico invaluable para conectar la vida del cristiano con su testimonio público, es decir, con su práctica ciudadana.
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