Por Francisco Xavier SÁNCHEZ |
En el centenario del nacimiento de Juan Rulfo
El cuento “El hombre”, del libro El llano en llamas, es un relato en que Rulfo busca describir la psicología humana a partir de un sentimiento muy humano que es la venganza. La historia no condena, no juzga, sino que sólo describe de manera muy cruda, lo que pasa en la mente de dos seres humanos, una casería humana con sed de venganza.
Es tal vez el cuento más difícil y complejo del autor jalisciense. Tal vez porque busca reflejar a través de los cambios de tiempo, de actores y de lugares, la complejidad del comportamiento humano. Es hasta después de haber leído varias veces la historia, que uno puede armar y entender mejor todos los elementos de éste rompecabezas de sangre y de muerte. Reconstruyendo el relato sabemos que un hombre mató –no se dice por qué– a otro apellidado Alcancía, en presencia del hermano de éste. El hermano de la víctima busca al asesino para cobrar venganza. Y más de un mes después mata a tres miembros de la familia Urquidi mientras duermen, pensando que alguno de ellos debe ser el asesino de su hermano. Sin embargo ese día el asesino del señor Alcancía no estaba en su casa, porque acababa de enterrar a su recién nacido y cuando llegó a su casa se encontró con que le habían matado a su hijo, a ella y a él (a tres, sin especificar parentesco, pero todos de la familia Urquidi). A partir de ese momento (el “perseguidor”) inicia una casería en búsqueda del asesino de su familia (llamado en el cuento “el hombre”) hasta que lo encuentra y lo mata.
Hay que reconocer que la reconstrucción de los lazos familiares no es sencilla. Rulfo pudo haber simplificado las cosas y decir por ejemplo que había dos familias que se tenían venganza: los Alcancía con los Urquidi. Sin embargo si no muestra con claridad los lazos familiares, es porque tal vez lo que le interesa describir son más bien los sentimientos, que pueden ser comunes a todos los seres humanos independientemente de nombres y apellidos. Al respecto, después de leer el cuento varias veces permanecen ciertas dudas sobre la identidad de los personajes, como si lo único que importara fuera el deseo de venganza de los miembros de las dos familias.
El cuento comienza describiendo una casería en la que si suprimiéramos la palabra “hombre” y la cambiamos por “animal”, no notaríamos gran diferencia: “Los pies del hombre se hundieron en la arena dejando una huella sin forma, como si fuera la pezuña de un animal.” (p. 29). La venganza nos asemeja a los animales. Es un instinto primario. Cuando alguien ha causado un daño grave se busca reparar la ofensa, desquitarse, buscar “algo de justicia” por cuenta propia. No hay que olvidar aquí que el padre de Juan Rulfo (Juan Nepomuceno) fue asesinado cuando su hijo tenía justos seis años de edad. El niño tuvo que trabajar –y sublimar– ese dolor, coraje e impotencia, a través de la escritura. En la obra de Rulfo hay muchos asesinatos, muchas muertes, mucho dolor injusto, gratuito, sin sentido.
En la literatura universal encontramos varios casos de venganza que terminan destruyendo a personas y familias si no se detienen a tiempo. Tal es el caso de las dos familias que se van matando poco a poco en la obra de Ismael Kadaré, Abril despedazado; o de la venganza hacía las personas que han dañado toda la vida, como es el caso de la novela de Alejandro Dumas, El conde de Montecristo; o del deseo de venganza que busca satisfacerse incluso más allá de la muerte, como lo presenta la obra Hamlet, de William Shakespeare.
Y aunque en su cuento Juan Rulfo no escribe nunca la palabra venganza, es un sentimiento que recorre toda la trama. A cierto momento el cazador se pregunta: “¿Acaso yo ganaré algo con eso?” (p. 35). Y él mismo se responde: “La cosa es que yo no estuve contigo. ¿De qué sirve explicar nada? Yo no estuve contigo.” (p. 35). La muerte del asesino no devolverá la vida a los seres queridos, pero por lo menos tranquiliza de cierta manera la conciencia. Una conciencia que habla tanto al perseguidor como al perseguido. Una conciencia que en ocasiones reprocha: “No debí matarlos a todos” (p. 31) y “No debí matarlos a todos (…). No valía la pena echarme ese tercio tan pesado en la espalda.” (p. 34); pero en otros justifica irónicamente los actos: “Después de todo, así de muchos les costará menos el entierro.” (p. 32) y “Después de todo, así estuvo mejor. Nadie los llorará y yo viviré en paz.” (p. 34).
La muerte del otro, el asesinato es algo que cuesta: “Cuesta trabajo matar. El cuero es correoso.” (p. 32). Y aún después de muertas las personas pesan, no se puede uno deshacer de ellas tan fácilmente: “Los muertos pesan más que los vivos; lo aplastan a uno.” (p. 34). Y al igual que Caín –asesino de su hermano Abel (Gen. 4, 11-16)–, el asesino Alcancía intuye que lleva una marca visible en su cuerpo y que lo delata: “Este peso se ha ver por cualquier ojo que me mire; se ha de ver como si fuera una hinchazón rara.” (p. 32).
El cuento está dividido en dos secciones. La segunda parte también maneja el tema de la venganza pero de manera distinta. Ya el perseguido ha sido cazado y asesinado por el perseguidor. Sin embargo un pastor, que tuvo la oportunidad de convivir con el perseguido un par de días antes de que su cazador lo encontrara y lo matara, narra ante el juez su malestar por no haberlo matado él mismo antes. “De saber lo que había hecho lo hubiera apachurrado a pedradas y ni siquiera me entraría el remordimiento.” (p. 36).
En este relato, al igual que en los demás que componen la obra de Rulfo, la justicia legal está ausente. Una vez que se ha encontrado el cuerpo sin vida del perseguidor, las autoridades del pueblo buscan ellas también tranquilizar su conciencia legalmente, castigando a alguien. En este caso culpabilizando al pastor que encontró al cuerpo sin vida: “De modo que ora que vengo a decirle lo que sé, yo salgo encubridor? Pos ora sí. ¿Y dice usted que me va a meter en la cárcel por esconder a ese individuo?” (p. 38). El problema planteado por Juan Rulfo en este cuento es un problema de falta de justicia. Y ante la falta de justicia social, se despierta el deseo de venganza personal. Dice el pastor una vez que se ha enterado que la persona que comió de su propio plato es un asesino: “Me gusta matar matones, créame usted. No es la costumbre; pero se ha de sentir sabroso ayudarle a Dios a acabar con esos hijos del mal.” (p. 36).
Finalmente este cuento, que sirvió tal vez de catarsis al propio Juan Rulfo por los sentimientos reprimidos ante el asesino de su padre, nos muestra que la venganza no libera y beneficia al hombre. El corazón debe sanarse antes de dejarse contaminar por la maldad de los agresores. Dice en su pensamiento el perseguidor pensando en el perseguido: “Tengo mi corazón que resbala y da vueltas en su propia sangre, y el tuyo está desbaratado, revenido y lleno de pudrición.” (p. 34).