Por Francisco Xavier SÁNCHEZ |
“Desde el mediodía hasta las tres de la tarde se cubrió de tinieblas la tierra. Cerca de las tres, Jesús gritó con fuerza: Elí, Elí, lamá sabactani. Lo que quiere decir: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (…) Entonces Jesús, gritando de nuevo con voz fuerte, entregó su espíritu.” Mateo 27, 45-46. Antes de morir Jesús experimenta la “ausencia” de Dios. Sólo aquel que ha experimentado el abandono y el vacío por parte de Dios, podrá alegrarse del re-encuentro y de la plenitud de su presencia.
Jesús muere solo: abandonado por la multitud, por sus amigos y hasta por su mismo Dios. ¿Pero en realidad fue Dios quien se alejó de él, o fue más bien Jesús quien ya no pudo seguir entendiendo “la lógica Divina”? Me parece que en ese grito desgarrador de Jesús en la cruz participamos a uno de los momentos más elevados de la humanidad y de la espiritualidad de Cristo. Experimentarse solo, separado de todos y del Todo. Suspendido entre el cielo y la tierra, sin una lógica humana pero sobre todo divina que pudiera darle alguna consolación.
Es fácil experimentar la presencia de Dios en la entrada triunfal a Jerusalén, es hermoso recibir aclamaciones cuando las cosas nos salen bien y la gente nos felicita. Pero cuando los reflectores se apagan y no queda nada de dónde apoyarnos, es allí dónde sólo nos queda la rebeldía de la blasfemia o la humildad de la entrega. Jesús necesitó haber experimentado primero el vacío de sí mismo (la ausencia de Dios) para poder llenarse luego de la inmensidad de Su presencia.
En 1882, ocho antes de su muerte, Nietzsche publicó su obra La gaya ciencia, en la cual anunció en el aforismo 125 la muerte de Dios: Dios ha muerto. En este caso no es Jesucristo, sino un loco quien también experimentó la ausencia de Dios. “¡Busco a Dios, busco a Dios!” La multitud se reía y se burlaba de ese loco que aún busca a Dios cuando ya nadie se preocupaba por él. “¿Acaso se ha perdido? Dijo uno. “¿Se ha extraviado como un niño?” dijo otro. “¿O es que se ha escondido? ¿Nos tiene miedo? (…) así gritaban y reían confusamente.” La multitud no nos ayuda a encontrar a Dios, porque la fe es una vivencia personal que tiene que ser precedida por la experiencia del dolor y de la soledad. ¿Dolor y soledad por qué? Porque se tiene que pasar primero por la muerte del yo para poder renacer después en el Tú. Jesús no murió cuando su corazón dejó de palpitar, sino cuando su alma dejó de sentir el consuelo divino. Es en ese instante de lucha (agonía) entre la permanencia en el yo o el abandono en el Tú, que se juega el drama de nuestra existencia. Ese drama de vacío, de nihilismo y de desequilibrio ante la ausencia divina, fue descrito magistralmente por el Loco en el aforismo 125 de Nietzsche. “¡Nosotros lo hemos matado, ustedes y yo! (…) ¿Hacía donde nos movemos nosotros? ¿Lejos de todos los soles? ¿No caemos continuamente? ¿Y hacia atrás, hacía los lados, hacía adelante hacía todos los lados? ¿No vagamos como a través de una nada infinita?”
Cuando Dios calla es necesario soportar ese silencio infinito como acto de total abandono a SU voluntad. En eso consiste el “salto de la fe”, como le llamaba Kierkegaard, en un abandono total de mi propia voluntad que lo quiere “controlar todo” para abandonarse totalmente a la voluntad de Dios.
La última palabra de Cristo no es una afirmación del “yo” sino una total entrega al “Tú”. “ –Padre en tus manos encomiendo mi espíritu. Y al decir estas palabras expiró”. (Lucas 24,46) O se acepta la muerte del yo ante el silencio de Dios, como Cristo; o busca uno mismo convertirse en Dios como el Loco del aforismo de Nietzsche: “¿No hemos de convertirnos nosotros mismos en dioses, sólo para estar a su altura.” La gloria de la resurrección (misterio de fe) es precedida por la humildad del abandono humano ante el silencio divino.
Cristo se manifestó como Dios en el pesebre de Belén y se reveló como hombre en el silencio del Gólgota. Un “Dios muerto” en la cruz causa escandalo a los judíos y es motivo de locura para los griegos, pero para los que consideramos que el abandono de Cristo en la Cruz no fue causa de derrota sino triunfo de la voluntad de Dios en Él, se convierte en un signo de esperanza.
Ante una sociedad con tantas distracciones que busca todo menos morir, es necesario que a ejemplo de Cristo sepamos morir a nosotros mismos para poder vivir para los demás. Porque el silencio de Dios en el Gólgota, al igual que en Auschwitz, y ahora en Palestina o en Siria, no quiere decir “olvido” de Dios ante el sufrimiento humano, sino buscar un compromiso por la justicia pero a partir de Dios y no de nuestra voluntad egoísta.
Comparto parte de la reflexión de Kahlil Gibran, que tiene como título precisamente: “Viernes Santo” y hace parte de la recopilación: La tempestad. “Durante siglos la humanidad viene adorando la debilidad en la persona del Señor. Los hombres no comprenden el verdadero sentido de la fuerza. Jesús, no vivió una vida de miedo ni murió sufriendo y quejándose. El vivió como un rebelde, fue crucificado como un revolucionario y murió con un heroísmo que atemorizó a sus torturadores. Jesús, no fue un ave con alas rotas, sino una tempestad que rompe con su fuerza todas las alas torcidas. Jesús no vino del más allá para hacer del dolor un símbolo de la vida, sino para hacer de la vida el símbolo de la verdad y la libertad.(…) Jesús no vino desde el círculo de la luz para destruir hogares y construir sobre sus ruinas conventos y monasterios. El vino a esta tierra para insuflar un espíritu nuevo que destruye con su poder las monarquías construidas sobre huesos y calaveras humanas. El vino para demoler los palacios majestuosos construidos sobre las tumbas de los débiles y derrumbar los ídolos asentados sobre los cuerpos de los miserables. Oh, Jesús crucificado, que contemplas, triste desde el Gólgota, la procesión de los siglos y oyes el clamor de las naciones y comprendes los sueños de la Eternidad. ¡Tú eres, en la cruz, más glorioso y digno que mil reyes en mil tronos de mil imperios! ¡Tú eres, en la agonía de la muerte, más poderoso que mil generaciones en mil guerras! Perdona la debilidad de los que te lamentan hoy, pues ellos no saben lamentarse por sí mismos… Perdónalos, pues no saben que conquistaste a la muerte con la muerte y diste vida a la muerte… Perdónalos, pues no saben ellos que todo día es tu día…”