Este 20 de julio se han cumplido  49 años de aquella hazaña sin precedentes en la historia de la humanidad:  el astronauta estadounidense Neil Armstrong pisaba la luna mientras 600 millones de espectadores alrededor del mundo miraban por el televisor el acontecimiento en directo.

La bota de Armstrong estampaba su huella en el polvo fino de la superficie lunar, mientras el astronauta lanzaba  la memorable frase: «Es un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para la humanidad».

Pero es probable que esa epopeya de 1969 no hubiera tenido lugar por esas fechas de  no haber sido por la llamada Guerra Fría, sostenida entra la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y Estados Unidos de América (EUA).

Los soviéticos había inaugurado la era espacial en 1957 con el lanzamiento de su satélite Sputnik, y se mostraban, sin duda, a la cabeza en tecnología, algo que los estadounidenses no estaban dispuestos a seguir soportando. Así, por una cuestión de rivalidad, prestigio y hasta de soberbia, la Guerra Fría se encargó de acelerar la conquista del espacio.

En abril de 1961 los soviéticos se apuntaron otro de los más grandes triunfos de la historia humana al llevar al primer ser humano —Yuri Gagarin— al espacio.

Ante tal derrota, los estadounidenses tenían que hacer algo pronto.  Sus programas Mercury y Gemini lograron imitar las proeza de los soviéticos, pero hasta ahí. Por eso el 12 de septiembre de 1962  el presidente John F. Kennedy lanzó un desafío para su pueblo, algo grande, algo que lo colocara en la cúspide de la carrera espacial:

«Creo que esta nación debe comprometerse consigo misma a lograr la meta, antes de que termine esta década, de llevar un hombre a la Luna y retornarlo en forma segura a la Tierra».

Una meta difícil

Entonces, con una gran combinación de creatividad tecnológica, apoyada  por la voluntad nacional —lo que  significaba la aportación de gigantescas sumas de dinero  de los impuestos que pagaba el pueblo— dio inicio el programa Apolo, cuyas diez primeras ediciones fueron de ensayo y error, hasta que, finalmente, la misión Apolo 11 logró la ansiadísima meta.

Aquel viaje no sólo significó hacer frente a un montón de incertidumbres —¿Se podrá alunizar suavemente aunque allá no hay aire y, por tanto, no se usarán los paracaídas? ¿Se hundirá en el suelo el pequeño módulo en que viajarán los astronautas? ¿La superficie de la Luna soportará siquiera el peso de un astronauta? ¿Arderá en llamas el polvo lunar al entrar en contacto con el oxígeno del interior del módulo? Y, por supuesto, ¿qué garantías habrá de despegar de la Luna para acoplarse de nuevo  al módulo de mando y regresar a la Tierra?—; también significó, para los más entusiastas, que aquel viaje sería sólo el primero de un montón de viajes  de lo que parecía ser la ya incontenible conquista del espacio.

El interés disminuye

Sin embargo, esto último no fue así. Si bien la misión Apolo 11 electrizó a la humanidad entera, los viajes a la Luna de las misiones Apolo 12, Apolo 14, Apolo 15, Apolo 16 y Apolo 17 causaron un bajísimo interés hasta entre los mismos estadounidenses.

La última vez que el ser humano ha visitado la luna fue  el  7 de diciembre de 1972, para una serie de investigaciones que incluyeron el uso de explosivos a fin de completar experimentos sísmicos comenzados por misiones Apolo anteriores.

Pero para la gente de Estados Unidos, después del Apolo 11, más interesante que los siguientes éxitos en la Luna fue el fracaso de la misión  Apolo 13,  que consagró aquella hoy conocida frase:  «¡Houston, tenemos un problema!», y que  contribuyó a recordar al mundo que eso de viajar a la Luna no era tan sencillo.

La Unión Soviética se conformó con haber enviado a la Luna  misiones no tripuladas antes y después de la proeza estadounidense de 1969, de manera que nunca un ruso ha posado jamás sus botas sobre el polvo lunar.

Además, en el mismo momento en que los astronautas Neil Armstrong y Buzz Aldrin caminaban por la Luna, el proyecto Apolo estaba sufriendo recortes presupuestarios por decisión del Congreso, lo que obligaría a la NASA a cancelar varias de las misiones lunares que había planeado. Estados Unidos había superado a la URSS en materia espacial, así que ya no había por qué sangrar al país con excesivos gastos.

El espacio exterior había sido usado básicamente como escenario para las exhibiciones públicas del poderío tecnológico y, en consecuencia, del militar; por tanto, los primeros años de la carrera espacial  no fueron otra cosa, en el fondo, que una demostración de cuán preparado estaba cada país para aniquilar al otro.

Por eso, si bien la era post-Apolo ha tenido sus momentos gloriosos, como fue la reparación del telescopio espacial Hubble en el espacio, o la construcción de la Estación Espacial Internacional, proyectos tan costosos y arriesgados como éstos han tenido poca justificación desde el punto de vista político.

Hoy son más bien los empresarios multimillonarios los que esperan vender viajes espaciales en un futuro próximo a un selectísimo  grupo de personas, igual de ricas que ellos. Al parecer, sólo el programa espacial civil de Estados Unidos, y no el gubernamental, tiene planes avanzados para regresar a la Luna.

Redacción

Tema de la semana: El hombre pisa la luna

 

Publicado en la edición impresa de El Observador del 22 de julio  de  2018 No. 1202

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