Por P. Fernando Pascual
Entre las muchas maneras de comprender lo que significa existir como humanos, hay dos visiones que parecen antagónicas. La primera, interpreta la historia humana como un progreso desde la inmadurez hacia la plenitud. La segunda, considera que el hombre natural (“primitivo”) sería el modelo perfecto de algo que se ha perdido por desarrollos culturales inadecuados.
Como un representante, entre otros, de la primera visión encontramos a Auguste Comte y su teoría sobre los tres estadios de la humanidad: el mítico, el metafísico y el científico. Como un representante de la segunda manera podemos recordar a Jacques Rousseau.
En cierto modo, la primera manera parece haber adquirido una amplia difusión en nuestros días. Basta con escuchar a quienes critican a otros como “medievales”, “primitivos”, “cavernícolas”, al acusarles de que tienen ideas y modos de vivir que habrían quedado superados por conceptos nuevos y progresistas.
La segunda manera no carece de defensores, aunque quizá tengan menos fuerza que los anteriores. Esos defensores suelen idealizar a aquellos pueblos que conservarían modos de vivir “naturales”, como ocurre en tribus aisladas o en formas de asociación que se han conservado más o menos estables durante siglos.
Un análisis amplio sobre estas dos posiciones podría desentrañar los aspectos positivos y negativos de cada una, lo cual exigiría tiempo y un auténtico sentido de objetividad que no resulta fácil conseguir.
Pero también descubriría un elemento común que caracteriza a ambas posiciones (la del progreso y la de la tradición): el encasillar la historia de las civilizaciones y la actual diversidad cultural según un esquema rígido que corre el peligro de declarar a algunos como más humanos y a otros como menos humanos.
Porque eso ocurre en las dos visiones sobre la condición humana. Para la primera, solo alcanzaría la plenitud humana quien ha dado los pasos necesarios para superar límites del pasado y adherirse al progreso científico y cultural. Los que no hayan alcanzado tal meta, serían vistos como subhumanos o, al menos, como perdedores.
Para la segunda, el hombre tecnológico, científico, que habría roto con tradiciones y formas culturales del pasado, habría adulterado su auténtica naturaleza al revestirse de estereotipos y de sofisticaciones que le impedirían tener la única manera de vivir plenamente como humano: la propia de los pueblos que no han sido contaminados por la tecnología y por ideologías “progresistas”.
En realidad, ese elemento común de crítica corre el riesgo de promover discriminaciones erróneas y estereotipos que dividen a los seres humanos en dos clases o castas, unos vistos como superiores, otros declarados inferiores.
La historia nos recuerda hasta qué punto ese riesgo ha provocado y provoca odios, persecuciones, incluso masacres, de miles de seres humanos declarados como inferiores, lo cual va contra el principio fundamental que debería regir todas las relaciones humanas: la aceptación del otro en sus derechos, independientemente de la situación cultural en la que se encuentre.
El riesgo de negar la humanidad del otro, o al menos de considerarlo un ser humano “disminuido”, no se da en todos los que defienden la tesis del progreso ni en quienes hacen suya la tesis de la tradición.
Pero tal riesgo solo será superado plenamente cuando los defensores de cada visión se pregunten, seriamente, si su modo de explicar las diferencias históricas y culturales entre los seres humanos refleja verdaderamente lo específico de la humanidad, o si tiene que ser corregido e integrado en un modo diferente de analizar los datos y de llegar a conclusiones bien fundamentadas.