Por P. Eduardo Hayen Cuarón
Las parejas casadas viven una vida sexual más plena y feliz que las personas solteras. Así lo indica un artículo de Michael Castleman en la revista Psychology Today. El autor cita varios estudios que algunas universidades de Estados Unidos han realizado sobre el tema. Otras investigaciones publicadas por Olga Khazan en la revista «The Atlantic» afirman que las personas que solamente tuvieron sexo con sus cónyuges tienen más probabilidades de tener un matrimonio «muy feliz».
En cambio las probabilidades más bajas de felicidad conyugal son para quienes han tenido más parejas sexuales antes de casarse. Es decir, mientras mayor es la promiscuidad prematrimonial mayores son los fracasos; y mientras las parejas llegan vírgenes al matrimonio, mayor es su dicha conyugal. Hay excepciones, por supuesto, pero la tendencia es generalizada, lo que no significa que quienes mantuvieron vida íntima durante su noviazgo no puedan tener una vida sexual satisfactoria en el matrimonio.
¿Por qué hay más satisfacción en el sexo reservado hasta el matrimonio? La razón es porque durante los años de noviazgo las parejas se dedicaron a conocer quién era realmente la otra persona. Su tiempo lo invirtieron en conocerse más el alma que el cuerpo, y por eso, cuando decidieron casarse, tomaron una buena decisión. En el sexo matrimonial nada hay qué temer: ni los embarazos inesperados, ni las enfermedades de transmisión sexual, ni el temor de ser abandonado por el cónyuge. Por el contrario, quienes mantienen vida sexual en el noviazgo tienen todos estos temores.
Los novios que guardan su castidad hasta el matrimonio comprenden mejor el significado del sexo; saben que la actividad sexual exige un alto grado de compromiso de ambas personas. Además logran crecer mucho en el dominio de sus pasiones, y por eso desarrollan más confianza con la otra persona. A un cónyuge así, es mucho más fácil entregarse. Luego los novios que esperan hasta el matrimonio, una vez casados, aprenden a tener sexo uno con el otro. No hay alguien más con quien compararse.
Hay personas que hacen mofa de estas ideas porque les parecen propias de una Iglesia de décadas atrás. Sin embargo la sexualidad encierra un misterio al que actualmente pocos tienen acceso. La palabra «misterio» no indica un rompecabezas difícil de resolver. Indica, más bien, el secreto de Dios desde la eternidad y que ha sido revelado a la humanidad a través de la Encarnación de Cristo Jesús y el envío del Espíritu Santo. ¿De qué secreto o misterio hablamos?
Ese secreto es que Dios no es un juez tirano e implacable, no es un Dios impersonal y sin rostro; tampoco Dios es un anciano que vive sentado solo en su trono en alguna región del cosmos. Ese secreto revelado es que Dios es amor, y que vive, infinita y eternamente, en un intercambio de amor en la comunión de tres Personas divinas. Y lo más increíble es que ese secreto lo ha revelado para introducirnos en su amor divino, para que aprendamos a amar como Él nos ama.
El misterio lo llevamos inscrito en nuestros cuerpos sexuados de hombre y mujer, llamados a ser «una sola carne»: «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne» (Gen 2,24). Solamente el sexo vivido dentro del sacramento del matrimonio, y abierto a la posibilidad de la vida, es el que introduce a los esposos en este «gran Misterio» del amor Trinitario. Fuera del sacramento, la unión sexual carece de la gracia divina.
Volviendo al inicio, las parejas con menos promiscuidad prematrimonial, y quienes llegan vírgenes al matrimonio, tienen más posibilidades de felicidad en su hogar. La lógica es sencilla y profunda: los seres humanos llevamos el misterio de Dios inscrito en nuestra sexualidad de hombre y mujer, llamados a ser una sola carne y a amar al otro con el amor de Dios en nuestras almas. En ello se participa sólo por el sacramento del matrimonio. El sexo no es sólo una realidad biológica y emocional, sino teológica y espiritual.
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