Por Jaime Septién

La amenaza nuclear es clara. Nuestra civilización está en peligro. Hace 79 años un par de bombas atómicas borraron del mapa dos ciudades: Hiroshima y Nagasaki. Desde entonces las naciones, lejos de experimentar el horror se han dedicado a armarse. Y con la invasión rusa a Ucrania, de nueva cuenta —quizá como nunca— el fantasma de un conflicto a gran escala toca a la puerta.

Si cayera, por ejemplo, una bomba nuclear sobre el Pentágono, en Estados Unidos, en dos minutos habría matado a un millón de personas. Esto desataría la respuesta de Estados Unidos provocando la muerte de dos mil millones de seres humanos. Y después vendría el “invierno nuclear”, la desaparición de la capa de ozono y el final de la vida en la Tierra.

Existen almacenadas en el mundo alrededor de 10,000 bombas semejantes a las que explotaron el 6 y el 9 de agosto de 1945. Desde entonces, el equilibrio entre las dos potencias nucleares se había mantenido bajo control. Reconocían unos y otros que estaba en juego su propia vida y la de los suyos. Pero ahora hay muchos locos al mando de países que tienen la bomba.

Y puede desatar una guerra aquel que no está dispuesto a irse solo a la tumba. Pensemos, por ejemplo, en el horrible líder de Corea del Norte Kim Jong-un. Puede atacar a Estados Unidos. Biden (o quien esté al frente) tendría seis minutos para contraatacar o no. Si lo hace, Rusia y China entrarían en la danza. Y según la analista Annie Jacobsen, el mundo se acabaría en 72 minutos.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 4 de agosto de 2024 No. 1517

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