El Papa Francisco y el magisterio sobre los pobres: palabras y gestos
Por Andrea Tornielli
Y así, los «últimos» serán los últimos en acogerlo, en el umbral de la Basílica de Santa María La Mayor que custodia el icono de la Salus Populi Romani bajo cuya maternal mirada Francisco está a por ser sepultado. En el tramo final de su camino terrenal como Obispo de Roma venido casi del fin del mundo, será coronado no por los poderosos, sino por esos pobres, esos migrantes, esos sin techo, esos marginados que han sido colocados en el centro de tantas páginas de su magisterio y que están en el centro de cada página del Evangelio.
Ya las palabras pronunciadas en la mañana del Lunes del Ángel por el cardenal camarlengo Kevin Joseph Farrell para anunciar el inesperado fallecimiento del Papa Francisco habían subrayado esta piedra angular de su magisterio: «Nos enseñó a vivir los valores del Evangelio con fidelidad, valentía y amor universal, especialmente en favor de los más pobres y marginados». «Cómo quisiera una Iglesia pobre y para los pobres», había dicho al inicio de su pontificado. «Para la Iglesia, la opción por los pobres es una categoría teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica. Dios les concede “su primera misericordia”. Esta preferencia divina tiene consecuencias en la vida de fe de todos los cristianos, que están llamados a tener “los mismos sentimientos que Jesús”», escribió en la exhortación apostólica «Evangelii gaudium», un documento que aún no hemos comprendido del todo y que marcó el camino de su ministerio como Sucesor de Pedro.
Palabras que siempre han ido acompañadas de gestos y opciones concretas. El primer Papa que eligió el nombre del santo de Asís siguió la estela de las enseñanzas de sus predecesores, como la de san Juan XXIII, quien, un mes antes de inaugurar el Concilio Ecuménico Vaticano II, había dicho: «La Iglesia se presenta tal como es y quiere ser, como la Iglesia de todos, y particularmente la Iglesia de los pobres». Este magisterio de palabras y obras, para el primer Papa sudamericano tenía su origen en el Evangelio y en las enseñanzas de los primeros Padres de la Iglesia. Como San Ambrosio, que había dicho: «No es de tus bienes que haces un don al pobre; no haces más que darle lo que le pertenece. Porque es aquello que es dado en común para uso de todos, lo que tú te anexas. La tierra es dada a todos, y no sólo a los ricos». Gracias a estas palabras, San Pablo VI pudo afirmar en su encíclica «Populorum progressio», que la propiedad privada no constituye un derecho incondicional y absoluto para nadie, y que nadie está autorizado a reservarse para su uso exclusivo lo que excede de su necesidad, cuando otros carecen de lo necesario. O como San Juan Crisóstomo, que en una célebre homilía suya decía: «¿Quieren honrar el cuerpo de Cristo? No permitan que sea objeto de desprecio en sus miembros, es decir, en los pobres, privados de paños para cubrirse. No honren a Cristo aquí en la iglesia con paños de seda, mientras fuera lo desprecian cuando sufre frío y desnudez. El que dijo: Esto es mi Cuerpo, y dijo también: Me vieron hambriento y no me dieron de comer».
Lejos de lecturas ideológicas, la Iglesia no tiene intereses políticos que defender cuando llama a superar lo que Francisco llama «la globalización de la indiferencia». Movido sólo por las palabras del Evangelio, sostenido por la tradición de los Padres de la Iglesia, el Papa invitó a volver la mirada a los «últimos» predilectos de Jesús. Esos «últimos» que hoy le acompañarán con su abrazo en el último tramo.