En las primeras palabras de León XIV hay una indicación preciosa para la vida de la Iglesia
Por Andrea Tornielli – Vatican News
Hay palabras destinadas a marcar el rumbo. En la primera homilía de León XIV como Papa, impresiona el íncipit, con la reiterada profesión de fe de Pedro, de aquellas palabras que también Juan Pablo I quiso repetir al final de la homilía de la Misa de inicio de su pontificado: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Pero también hay una mirada a la Iglesia y a cómo se ejerce cualquier servicio en la Iglesia, lo cual se refleja en las frases finales. Es una cita de San Ignacio de Antioquía, llevado al martirio: “Entonces seré verdaderamente discípulo de Jesucristo, cuando el mundo ya no vea mi cuerpo”. El gran Padre de la Iglesia se refería a su ser devorado por las fieras, pero esa expresión es iluminadora para todo momento y circunstancia de la vida cristiana: «sus palabras –dijo el nuevo Obispo de Roma– recuerdan, en sentido más general, un compromiso indispensable para quien en la Iglesia ejerce un ministerio de autoridad: desaparecer para que Cristo permanezca, hacerse pequeño para que Él sea conocido y glorificado, gastarse completamente para que a nadie le falte la oportunidad de conocerlo y amarlo». Desaparece, hazte pequeño, para que Él sea conocido. Abandonar todo protagonismo, toda confianza mundana en el poder, en las estructuras, en el dinero, en los proyectos de marketing religioso, para abandonarnos a Aquel que guía la Iglesia, sin quien –como Él mismo dijo– no podemos hacer nada. Abandonarnos a la acción de su gracia, que nos precede siempre.
Hay, también en esta mirada del nuevo Papa, una significativa continuidad con su predecesor Francisco, que había citado repetidamente el mysterium lunae, la imagen de la luna utilizada por los Padres de la Iglesia para describir a la Iglesia, que se engañaría si pensase que puede brillar con luz propia puesto que sólo puede reflejar la luz de Otro.
Al inicio de su camino, el nuevo Papa, misionero nacido en Estados Unidos y que vivió en las periferias del mundo como pastor “con olor a oveja”, parece hacerse eco de las palabras de Juan Bautista sobre Jesús: Él debe crecer, pero yo debo menguar. Todo en la Iglesia existe para la misión, es decir, para que Él crezca. Todos en la Iglesia –desde el Papa hasta el último bautizado– deben hacerse pequeños, para que Jesús sea conocido, para que Él sea protagonista. Hay en esto la inquietud agustiniana de la búsqueda de la verdad, de la búsqueda de Dios, que se convierte en inquietud de conocerlo cada vez más y de salir de nosotros mismos para darlo a conocer a los demás, para que se reavive en todos el deseo de Dios.
Llama la atención la elección del nombre Leone, que lo conecta directamente con la gran y muy actual tradición de la Doctrina Social de la Iglesia, con la defensa de los trabajadores, con la petición de un sistema económico-financiero más justo. Es significativa la sencillez de su primer saludo, la invocación a la paz pascual, esa paz tan necesaria, y la apertura a todos que hace eco del “todos, todos, todos” de Francisco. Es sorprendente la voluntad de continuar el camino sinodal. Finalmente, llaman la atención el Ave María recitado, ayer, con el Pueblo de Dios, en el día de la Súplica a la Virgen de Pompeya, y la invocación final de su primera homilía, una gracia pedida «con la ayuda de la ternísima intercesión de María, Madre de la Iglesia».
Ayer, una vez más, tuvimos la confirmación de ello: en el momento del extra omnes ocurrió en la Capilla Sixtina algo que no puede explicarse enteramente con la lógica y los esquemas humanos. Que 133 cardenales procedentes de todos los rincones de la tierra, muchos de ellos sin haberse conocido jamás, lleguen en veinticuatro horas para designar al Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal es un bello signo de unidad. El testimonio del Sucesor de Pedro, que hace unos días brilló en la fragilidad de Francisco y en su última bendición pascual al pueblo, ha pasado ahora a un dulce obispo misionero, hijo de san Agustín. La Iglesia está viva porque Jesús está vivo y presente, y la guía a través de discípulos muy frágiles, dispuestos a desaparecer para que Él, y sólo Él, permanezca.