Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

Cuando decimos que el Papa Francisco fue el primer Papa latinoamericano, lo afirmamos con cierto orgullo y, en verdad, fue un hecho extraordinario largamente esperado en historia del cristianismo latinoamericano, aunque nuestra naturaleza de catolicidad nos debe moderar el sentimiento del corazón. Por otra parte, La República Argentina, situada “en el fin del mundo”, siempre nos pareció lejana no sólo geográficamente sino también en lo cultural. Su muy particular origen y desarrollo, sobre todo el cultural, nos mostró que “la cultura también produce” y nos regaló a la Iglesia y al mundo un Romano Pontífice.

Ya el Papa san Pablo VI nos había advertido a los católicos latinoamericanos, durante su visita a Colombia, no sólo sobre el significado inédito de su primera visita como Romano Pontífice a nuestro continente, sino sobre la responsabilidad que, como “Continente de la Esperanza” por su raigambre católica casi en su totalidad, nos correspondía dentro de la catolicidad, en particular en ese momento tan trascendental en la historia, la celebración del concilio Vaticano II.

Ciertamente la colaboración doctrinal del episcopado latinoamericano fue de modesta durante el concilio Ecuménico, pues la mira de éste estaba clavada en Europa en dos puntos: el diálogo con los hermanos separados y con la modernidad imperante. Los padres conciliares procedentes de América Latina estaban enredados de manera vital con la problemática ajena y propia a la vez: la guerra fría, que se disputaban el triunfo de sus ideologías: las ideologías de derecha –seguridad nacional, capitalismo, fascismo-, y las de izquierda: marxismo beligerante, socialismo prometedor, guerrillas y grupos violentos amenazantes y prometedores de eficacia; la debilidad cultural e ignorancia religiosa y la pobreza ancestral y estremecedora que era a la vez resultado y causa de todo lo anterior. Los Pastores de la Iglesia llevaban todo este peso en su corazón, pues mientras Europa buscaba cómo vivir mejor, América latina se debatía sobre cómo sobrevivir.

Y fue así como el Episcopado latinoamericano se hermanó en torno a su fe y esperanza cristianas, y convocó a diversas Asambleas plenarias en Medellín de Colombia, en Puebla de México, en Santo Domingo de República Dominicana y finalmente en Aparecida de Brasil, y de esa doctrina, testimonio y vivencia eclesial brotó todo “un nuevo modo de ser iglesia”, es decir, de acomodar y encarnar el Evangelio a las realidades sufrientes y dolientes de nuestro continente. El centro y opción principal fue siempre Cristo y Santa María, en obediencia filial al Papa de Roma, y en comunión con la Iglesia universal. Rector fue el principio: Sólo lo encarnado es redimido. La tarea fundamental sería encarnar el Evangelio y la doctrina conciliar en el sustrato ya católico de nuestro pueblo. El Papa San Juan Pablo II lo aplicó sabiamente al hecho guadalupano, definiéndolo como “el Evangelio perfectamente inculturado”. Guadalupe es modelo y ejemplo de evangelización.

El Papa Francisco se nutrió de los encuentros del episcopado latinoamericano, particularmente en el último de Aparecida. Aquí desempeñó un papel de primer orden y contribuyó en la redacción del documento final. Con esa experiencia latinoamericana y toda su sabiduría pastoral, una vez elegido Papa, enriqueció la vida de la iglesia universal. Podemos decir que, por medio del Papa Francisco, el concilio llegó a toda la iglesia con sabor latinoamericano. Se cumplió así el deseo profético de san Pablo VI. Este es el don y la tarea que nos dejó el gran y querido papa Francisco.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 27 de abril de 2025 No. 1555

 


 

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