Por P. Fernando Pascual
Pablo Takashi Nagai dedicó buena parte de su vida a trabajar como científico y como médico. Amaba su profesión, deseaba contribuir a la comunidad científica, quería dejar huella.
Sabía, sin embargo, que lo humano está teñido de fragilidad, que incluso la fama de un descubridor científico puede desaparecer con el tiempo.
Eso que sabía lo pudo tocar, con un dramatismo único, tras la terrible experiencia del 9 de agosto de 1945, cuando una bomba atómica destruyó Nagasaki y, de modo especial, el sector católico, que se concentraba en el distrito de Urakami.
La explosión destruyó la universidad y el hospital donde el Dr. Nagai había trabajado tantos años. Sobre todo, destruyó su casa y, en ella, murió Midori, su queridísima esposa.
En una novela autobiográfica, escrita en los últimos meses de su vida, Nagai quiso ofrecernos estas verdades hechas experiencia. Tras la bomba que redujo a cenizas y fuego casi todo, Pablo Nagai, representado en su novela bajo el nombre de Ryukichi, mira a su alrededor y constata que no queda ya nada.
Su casa está destruida. No hay patrimonio. Los honores y reconocimientos de sus muchos años de trabajo habían desaparecido.
El laboratorio era un conjunto de escombros. Sus libros e investigaciones de años habían desaparecido. Sus estudiantes habían muerto, igual que muchos de sus amigos y colaboradores.
Su texto recoge estas confidencias del corazón: “Salud ya no le quedaba. Desde hacía algún tiempo sufría el peso de la leucemia y ahora, agravado su estado por las nuevas heridas, se había vuelto completamente inútil”.
Sin su esposa, ya no tenía ningún apoyo. Su misma patria, un Japón orgulloso de su historia, estaba derrotado.
La iglesia del barrio católico de Urakami también había desaparecido, y, con ella, la gran mayoría de los bautizados de uno de los rincones más católicos de Asia.
El texto continúa así: “¡Ah! No quedaba nada de los frutos de todos los esfuerzos de una vida entera y todas sus esperanzas con respecto al futuro se habían convertido en nada.
¿Para qué he vivido hasta hoy? ¿Y para qué vivir de ahora en adelante?”
Pasan las horas. Pablo (es decir, en la novela, Ryukichi) pierde conciencia. Tras la noche se despierta. Así sigue su biografía:
“El cielo era de un blanco pálido salpicado de algunas estrellas y Venus resplandecía luminosa sobre el monte Konpira. Ryukichi volvió gradualmente en sí gracias a la brisa fresca de la mañana. La radiante estrella de la mañana se compara muchas veces con la Virgen María. Es la precursora del sol. La Virgen brilla como estrella resplandeciente, luz inmaculada, al final de la oscuridad del Antiguo Testamento, antes del nacimiento de Jesucristo, que viene a empapar de luz el mundo y a traer el fuego del amor. Ryukichi sacó su rosario y se puso a rezar arrodillado sobre las cenizas. Esas cenizas eran el verdadero testimonio de la caducidad del hombre y de todas sus obras”.
Hay un silencio terrible. No hay rumores “en el desierto atómico”. En ese momento, escucha una voz que susurra: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Lc 21,33).
Al final de su obra, como un “post scriptum”, el Dr. Nagai resume sus convicciones en ese terrible momento de su vida y la de tantos millones de hombres y mujeres que, como él, experimentan la caducidad de todo lo terrestre:
“Lo que debía perecer, había perecido. Lo que debía morir, había muerto. El fruto de todo lo que Ryukichi había construido y conseguido a lo largo de los años había quedado reducido a un montón de cenizas porque era de una naturaleza que estaba destinada a morir. Cuando se dio cuenta de que había dedicado toda su vida a trabajar por algo que al final se convertiría en cenizas, se quedó consternado.
¡Toda una vida reducida a cenizas!
¡No podía soportar una vida sin sentido! Tenía que encontrar lo que no perece. Tenía que aferrarse a lo que no muere nunca. El tiempo pasa, el espacio se desvanece, los seres vivos mueren, pero nosotros tenemos que vivir la vida de modo que permanezca lo que no perece, lo que no muere.
El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Había comprendido que lo que va más allá del tiempo y el espacio y permanece para siempre es la palabra de Jesucristo, que es Dios. La vida en Su palabra, la vida con Su palabra, la vida que ama a Dios y es amada por Dios, la vida sobrenatural, la vida del espíritu: esta es la verdadera vida que un hombre debe vivir.
Ryukichi lo había perdido todo, pero estaba entrando en su nueva vida, en busca de aquello que nunca perdería”.
La novela biográfica termina con una descripción de la vida de ese médico católico que tanto había aprendido a través del sufrimiento iluminado con la luz del Evangelio:
“En una cabaña provisional en medio del desierto atómico azotada por el viento, con dos niños pequeños entre los brazos y un cuerpo que ya no puede mover como le gustaría, Ryukichi lleva ahora una vida llena de luz”.
(Los textos aquí reproducidos se encuentran en la siguiente obra: Takashi Pablo Nagai, Lo que no muere nunca, traducción de Belén de la Vega Cabrera, Encuentro, Madrid 2023).