Por Rafael Estrada Michel
“¿Para qué demonios me sirve la Constitución, cuando lo que quiero es el fuego de Prometeo?” Marina Tsvietáieva. Confesiones. Vivir en el fuego.
Una tradición ya bicentenaria, a buen seguro jacobina, pretende que sólo es pensamiento político clásico aquel que busca referente exclusivo en Maquiavelo y que abjura de aquella pregunta tan agustiniana y tan verdadera: ¿qué es un Estado sin Justicia sino magna latrocinia?
Con ello se pierde toda perspectiva integral y se reduce (calumniando, por cierto, al propio Maquiavelo) el fenómeno político a la frialdad del método para obtener y conservar el poder. Los creyentes, por comodidad, indolencia o miedo, caímos en el garlito y, expulsados del aquelarre soberanista a lo Bodino (o, mejor, a lo Hobbes, que endiosó al Leviatán), nos alejamos de un poder que no valía la pena, por mundano y ajeno al Único que en realidad merece potestad, y nos dedicamos a cuestiones que creímos más productivas. Por añadidura, dicen los Evangelios: más trascendentes, por añadidura ¿Para qué perder el tiempo en inmanentes ambiciones vulgares?
La respuesta vino pronto acompañada, por desgracia, de guerras, exterminios, estafas, persecuciones y opresión. No podíamos dejar así nomás, sin atención, las cosas del Reino (que sólo conocemos per speculum et in aenigmate, como en El nombre de la rosa), porque si lo hacíamos el proletario sería defraudado, la mujer despreciada, el migrante exterminado, el indígena discriminado, la niña vejada, la libertad religiosa impedida… y así, un largo etcétera que, por cierto, ocurrió. Y vino Rerum novarum. Y, mucho después, Populorum progressio. Y, tal como hubo un León XIII hay ahora uno XIV. Aunque habíamos perdido mucho tiempo, alguien tenía que observar las cosas nuevas y ordenadas al progreso de los pueblos.
Observar pro dignitate y pro domo nostra, sin ambiciones ridículas, sin mentiras impías, con ánimo de rasgar el velo (apocalipsis significa, precisamente, separar el telón que nos impide conocer la verdad) y de acercarnos, por fin, a un conocimiento más cabal de lo político, esto es, a un conocimiento menos enraizado en el conflicto de intereses, más decidido por el bien colectivo que por las heladas aguas del cálculo egoísta, convencidos, eso sí, con Simone Weil, de que San Francisco no necesitaba Derecho porque era, sustancialmente, puro Amor y Misericordia, pero también, con Albert Camus, de que si dejamos de preocuparnos por lo jurídico impediremos que nazcan más Franciscos, o más especies del “justo que no requiere ley, pues él para sí es la ley”) como cantaba San Juan de la Cruz, o incluso que nazca cualquier ser substancial en absoluto.
Y surgieron los González Flores, y los Chesterton, y los Roncalli, los Boff, los Martín-Descalzo, los Ratzinger, los Narbona y los Bergoglio. Y nos fueron revelados por Maité y Jaime que otean, como el pequeño hoplita de Pérez-Reverte, el horizonte reservado a las mujeres y a los hombres libres. Esas y esos que algún día, desplazando a los demonios, habrán de ser Legión.
Eso es lo que observa el ojo crítico y complejizante, ya treintañero, de El Observador, en la mejor tradición de Santiago de Querétaro: la del camino y la independencia, la del poder y la única y auténtica Gloria. ¡Enhorabuena, fratelli tutti!
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 20 de julio de 2025 No. 1567