Por Arturo Zárate Ruiz

El 31 de julio el papa León XIV anunció que conferirá a san John Henry Newman el título de Doctor de la Iglesia. Que así ocurra significa que sus escritos y enseñanzas religiosos son de particular importancia y autoridad para todos los fieles. En especial, Newman ofreció, como teólogo, una explicación al desarrollo de la doctrina católica, una doctrina que, sin cambiar, se enriquece por la continua profundización en sus contenidos. Por ejemplo, sabemos que la Iglesia tuvo que defender la humanidad y la divinidad de Cristo en el siglo IV, frente al hereje Arrio, que lo negaba. Fue entonces que se acuñó el Credo que confesamos en toda Misa.

Newman fue originalmente protestante. Sus estudios de la Escritura y de la historia del cristianismo buscaron en un inicio probar que el anglicanismo era la verdadera fe. Su honestidad en la investigación lo llevaron a descubrir que la verdadera fe era la católica, por lo cual se convirtió, aun cuando era uno de los más grandes líderes, y de mayor reputación, de la iglesia de Inglaterra.

Su conversión le costó inicialmente el repudio y la soledad. Los anglicanos, la mayoría de los ingleses, lo consideraron un traidor que se unía al enemigo.

Otro converso inglés, tal vez más famoso que Newman, fue G. K. Chesterton. Aunque laico, es un buen candidato a beato e incluso a doctor de la Iglesia. Se le recuerda hoy por la serie de televisión (con base en los libros) de El Padre Brown, un sacerdote con dotes de detective. Sus libros Ortodoxia y El Hombre Eterno, de fácil lectura, son la envidia de muchos teólogos contemporáneos por la profundidad y riqueza con que abordan la fe y la historia. Solía expresar sus recomendaciones para la buena vida de manera ingeniosa y divertida: “Los ángeles pueden volar porque se toman a sí mismos a la ligera”.

Entre estos conversos ingleses, Graham Green es difícil considerarlo candidato a los altares. Fue en algún tiempo comunista, además espía, agente inglés del M16.  Ciertamente se convirtió, y hay más alegría en el Cielo por la salvación de un pecador que por la de 99 justos. Pero no fue un dechado de virtudes. En cualquier caso, su novela El poder y la gloria es quizá una de las mejores defensas del catolicismo. Lejos de entrar allí en apologéticas cursis, su personaje principal es un cura borracho y amancebado, durante la persecución religiosa de Lázaro Cárdenas. Sin embargo, goza este sacerdote de una fe firme en lo que toca a sus obligaciones de ofrecer los sacramentos, en especial el de la reconciliación. Como único sacerdote en la gran región pantanosa e insalubre de Tabasco, no rehuía a esa responsabilidad aun cuando el hacerlo lo exhibía ante los enemigos de la religión, lo que le costó el martirio. Si bien es un personaje ficticio, con él Green nos recuerda a multitud de sacerdotes, religiosos y laicos católicos asesinados en México por su fe.

Mejor conocido es el converso inglés Oscar Wilde. No fue tampoco dechado en virtudes. Era, de hecho, un disoluto, y presumía de ello. Algunos críticos consideran El retrato de Dorian Gray un reflejo del desenfreno de este escritor. De cualquier manera, al final de su vida, rechazado por los ingleses puritanos tras conocer sus perversiones, sólo pudo Wilde conseguir paz tras abrazar la fe y recibir antes de morir la absolución sacramental de un sacerdote en Francia.

En contraste, destaca el virtuoso escritor J. R. R. Tolkien, también un converso inglés, si bien su paso de ser bautista al catolicismo ocurrió cuando era él niño, por decisión de su madre. Es el autor de la trilogía El Señor de los Anillos, quizá el texto mejor de “alta fantasía” contemporánea. Aunque en la obra no hay ninguna referencia a su fe, Tolkien reconoció que: «El Señor de los Anillos es, por supuesto, una obra fundamentalmente religiosa y católica». Su amor por los mitos y su fe devota se unieron en su creencia en que la mitología «es el eco divino de la Verdad».

Si algo comparten estos conversos, además de producción creativa, es abrazar un catolicismo que se hizo baluarte intelectual y religioso contra una modernidad atea.

 
Imagen de Helmut H. Kroiss en Pixabay


 

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