Por P. Joaquín Antonio Peñalosa

Concluye un año escolar. Y con él, miles de alumnos terminan los estudios -los estudios que jamás deben terminar-, y llegan al final de la carrera para obtener ese anhelado trofeo llamado título.

Lo que viene a probarnos que los estudiantes están de paso en la escuela, en la universidad, y que las aulas se conciben solamente como un concienzudo entrenamiento para la vida postescolar. Nadie tiene vocación de estudiante, sino de hombre. Y de hombre, no en la fría acepción metafísica del vocablo, sino en la encarnación vital de una tarea múltiple cuando alcance su progresiva madurez en la vida social y pública.

Es tan rica y variada la actividad que debe desplegar un centro de estudios, que precisamente de ello puede derivarse una vida escolar y aun monopolizar sus inquietudes y pensamientos. Nunca tan necesario como ahora recordar el antiguo y sabio refrán latino: No enseñamos para el examen, sino para la vida, en vista de que hay escuelas centrífugas, cerradas sobre sí mismas en donde se prepara a los alumnos para el inmediatismo académico, para completar un programa, para superar una prueba ocasional, y no para las principales actividades definitivas que han de afrontar en su vida postescolar como jefes de familia, como profesionales y como líderes de la sociedad.

Evidentemente que la escuela debe impartir una preparación y exigir el aprendizaje de las ciencias que enseña; pero sin olvidar que la vida, objetivo final de la escuela, exige una formación humana integral.

Los numerosos libros de texto que llevan los estudiantes pueden aplastar y desplazar al más importante de todos, el libro que es la vida en sus tres o cuatro dimensiones. Cuando la escuela, la universidad enclaustran al alumno con aparentes razones psicológicas y pedagógicas, produce en los jóvenes así un desinterés evasivo por un futuro inmediato, como una concreta desconexión de la vida.

Si la casi totalidad de los alumnos y de los graduados irán, tarde o temprano, al matrimonio, he aquí que la escuela generalmente pasa por alto la preparación de los escolares para su misión paternal y familiar.

Si los egresados de las aulas irán en buen número a trabajar en la industria, habrá que acabar con la desvinculación nada infrecuente, entre el sector educativo y los centros fabriles. Es el progreso nacional el que pierde cuando ni el empresario se relaciona con la escuela, ni el investigador conoce las necesidades reales de la industria.

La educación es algo más que la producción de un abogado hábil, de un médico con ojo clínico, de un ingeniero experto en el limitado campo de su actividad. No que la habilidad profesional deba despreciarse. Nada de eso. Sino que, además de formar buenos profesionistas, la escuela abierta los ha de fraguar como guías comprometidos con el bien común, llamados a formar un todo con el mundo que los rodea, líderes natos -por su preparación científica y ética-, de un pueblo urgido de aliados y promotores.

Artículo publicado en El Sol de México, 1 de junio de 1989; El Sol de San Luis, 17 de junio de 1989.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 10 de agosto de 2025 No. 1570

 


 

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