Por P. Fernando Pascual
Hace años, en una conferencia sobre temas bioéticos, monseñor Elio Sgreccia defendía que todo ser humano tiene dignidad, incluso cuando comete errores, porque todos podemos cambiar, y porque esos errores no borran nuestra condición de seres espirituales que viven en el tiempo.
Tras afirmar que ninguna persona debería quedar reducida a sus acciones, incluso las negativas, añadía que siempre quedaba abierta la posibilidad del cambio. Luego lanzó a los oyentes una frase atrevida: “El asesino vale más que su asesinato”.
La frase no significa que uno siempre debe ser perdonado, o que todos, tarde o temprano, cambiamos, o que hemos de cerrar los ojos ante el mal que otros cometen (o que nosotros, por desgracia, también hemos cometido).
Lo que se quiere decir es que el asesino, como el ladrón, como el evasor fiscal, como el político corrupto, como el cónyuge infiel, como el mentiroso, todos somos más de lo que hacemos porque, en cuanto personas, tenemos una apertura al cambio desde la libertad.
Es cierto que existen límites mentales que hacen imposible el cambio (incluso que eliminan responsabilidades); es cierto que hay dependencias de las que resulta muy difícil salir; es cierto que incluso personas sanas persisten (con humildad tenemos que decir, que persistimos) en sus malas acciones.
Pero el mal que los otros o que nosotros mismos cometemos no son la última palabra sobre nuestras vidas, ni cierran por completo esas posibilidades de cambio que permiten hoy, como siempre, algo tan maravilloso como la conversión.
Por eso un político corrupto un día empieza a ser honesto, o un delincuente comienza a construir una vida en el respeto a los derechos de quienes lo rodean, o un egoísta rompe sus esquemas e invierte su tiempo y sus medios materiales para ayudar a otros.
Somos más que lo que hemos hecho, porque tenemos un alma espiritual, una razón abierta a la verdad, y una voluntad que, cuando se orienta al bien, entra en el horizonte de la honradez y, algo mucho más grande, del amor.
Todo ello es posible porque hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, que ha puesto en nuestros corazones una semilla de bien que no podemos apagar con nuestros pecados, y que nos invita, a través de la vida y las palabras de Jesucristo, a iniciar el camino maravilloso del amor auténtico y bello.
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