Por P. Eduardo Hayen Cuarón
El fin de semana pasado pude entrar en una tierra sagrada llamada «El viñedo de Raquel». «Sagrada», así la califico, porque el dolor humano siempre me ha parecido una realidad llena de misterio que nos hace, de alguna manera, tocar a Dios. El sufrimiento, enseña san Juan Pablo II, es un mundo al que entramos con frecuencia y que después pasa, o bien no pasa y se instala en nosotros haciéndose cada vez más profundo (Salvifici Doloris, 8). El viñedo de Raquel no es un campo donde se cultiva la vid para obtener el vino; es una tierra espiritual donde se comparte el inmenso dolor que lacera las almas por la pérdida de los hijos muertos por causa del aborto.
Al viñedo entré de puntitas y sin hacer ruido. Doce personas –mujeres en su mayoría– que tuvieron la trágica experiencia del aborto procurado o natural, se enfrentaron con la realidad de sus hijos muertos y se atrevieron a mirar de frente sus propios pecados. Ser testigo de la profundidad de dolor que les ha quemado por dentro –en algunos casos durante años– y que lo expresan en palabras, compartiéndolo unas con otras, obliga a guardar silencio y a tener un enorme respeto. Nadie juzga, nadie condena; sólo se acompaña y se acoge.
Fue Jeremías, uno de los grandes profetas de la Sagrada Escritura, quien inspiró el nombre de estos retiros que hoy se realizan en diversos países. El profeta hace mención de Raquel como figura materna: «Así habla el Señor: ¡Escuchen! En Ramá se oyen lamentos, llantos de amargura: es Raquel que llora a sus hijos; ella no quiere ser consolada, porque ya no existen» (Jer 31,15). Cada persona participante es una Raquel, mujeres y hombres que perdieron a sus hijos y que han bebido el cáliz con el vinagre de la amargura.
En el fondo de sus almas, estas personas se han sentido arrancadas de la vid y arrojadas a un fuego que las devora por dentro, como sarmientos secos. Sin embargo, al entrar en el viñedo anhelan una profunda conexión con Jesucristo porque saben que en esa tierra encontrarán al que es la Vid verdadera (Jn 15,1). A través del arduo trabajo de un equipo de voluntarias, las y los raqueles del viñedo encuentran un espacio seguro, confidencial, íntimo donde pueden descargar su culpa, su vergüenza y dolor. De ahí brota la reconciliación con Dios, consigo mismos y con sus hijos que no nacieron. Por gracia de Dios la oscuridad se va transformando en luz, esperanza y paz.
Las ideologías ateas y anticristianas que prometen felicidad, terminan por hacer pedazos a las personas. Pregoneras de una falsa autonomía y rebelión a los mandamientos divinos, especialmente el feminismo y la ideología de género –máscaras de Satanás– han afectado a toda la vida social pero especialmente a las mismas mujeres. Innumerables raqueles, que lloran por todo el mundo por sus hijos abortados, son sus víctimas principales.
En el Viñedo de Raquel se siente una fuerte presencia de la Virgen María. Ella, como buena Madre, conduce a los participantes a adentarse en esa tierra sagrada que es el Corazón de Jesús. En Él todo dolor se cura y la vida se restaura. Cristo moribundo nos confió a todos a la Madre, y María acoge de manera peculiar a quienes sufren –culpablemente o no– por la muerte de sus hijos. Por el arrepentimiento quedamos estrechamente unidos a Cristo que perdona, renueva y convierte el dolor en fuerza de Dios, y a María al pie de la Cruz que consuela y hace ver la luz.
Agradezco profundamente al Señor, como sacerdote acompañante, haber vivido esta experiencia, y la bendición de contar con un viñedo en nuestra Iglesia donde las heridas se cierran y donde renace la esperanza.
Imagen de Dominic Winkel en Pixabay