Por  Rebeca Reynaud

Un niño quiso poner a prueba a un sabio y le pregunta:
-¿Qué tengo atrás, entre las manos?
El sabio contesta:
-Un pajarito
-¿Vivo o muerto?
Y piensa el niño: si dice «vivo», lo ahorco; si me dice «muerto», lo dejo volar. Pero el sabio contestó:
-El futuro de ese pájaro está en tus manos.

Sentirse parte de una colectividad lleva a comprender que cada uno debe afrontar una parte proporcional de las cargas, y que cada uno es, a la vez, forjador de la Historia Universal. Y esto tanto a nivel de una nación como entre un grupo de amigos. Cada uno tiene que calibrar cuál es su parte en cualquier tarea que interesa a todos, tanto cuando hay que pagar impuestos como cuando hay que lavar los platos de una comida entre amigos. Al que es recto le sale espontáneamente impedir que otro haga la parte que le corresponde. Es evidente que quien se vende obtiene más dinero que el que no lo hace. Pero esta conducta sólo sería lógica para quien pensase que lo más valioso de este mundo es el dinero. La experiencia enseña pronto que la felicidad humana no tiene nada que ver con la cantidad de bienes materiales, sino que es una cuestión moral. El que tiene doble cantidad de dinero no es por eso doblemente feliz. Un niño rodeado de juguetes sofisticados no es por eso más feliz que el que juega con barro en la calle. Lo que hace feliz al ser humano no son los bienes materiales, sino los del espíritu: ni el amor, ni la amistad, ni la alegría, ni la paz se pueden comprar; no tienen que ver con la cantidad.

Un pensamiento de San Gregorio Magno permite leer en profundidad esa experiencia:

Las realidades materiales, cuando uno se ve privado de ellas, desea locamente poseerlas; cuando las ha gozado, pronto se sacia y se satura. En cambio, las realidades espirituales, mientras uno no las conoce, parecen insignificantes e insípidas; pero, tan pronto como las ha gustado, se le tornan indispensables, hasta el punto de que puede asombrarse de haber pasado sin ellas tanto tiempo.

Nada de puede comparar a la alegría y la paz de conciencia que produce el obrar con rectitud. Quien se acostumbra a obrar siguiendo su sentido del deber, vive en armonía consigo mismo y con los demás.

La rectitud lleva a emprender muchas tareas en beneficio de los demás. En el mundo se dan muchas situaciones injustas; a veces se trata de problemas que están muy por encima de las posibilidades de un solo individuo. Sería innoble no preocuparse por ellas simplemente porque no está en nuestras manos resolverlas. Hay que conocer los propios límites, pero también hay que vivir la tensión de que la realidad se acerque al ideal, de que las cosas sean como deben ser.

El agradecimiento es una virtud unida a la rectitud. La persona que es recta tiende a ser agradecida porque nunca se siente merecedora de atenciones y es capaz de darse cuenta del servicio efectivo que tantas personas le han prestado y le prestan a lo largo de su vida.

En otro plano acompaña siempre a la rectitud la lealtad, que es el firme hábito de permanecer fiel a los compromisos adquiridos. Se trata de ser personas capaces de cumplir con lo pactado. Ser hombres de palabra es una de las mejores expresiones de la dignidad humana. Sólo el ser humano es capaz de disponer de sí mismo, porque no está sometido a las circunstancias, y puede establecer compromisos donde compromete su futuro.

Hoy día, se habla más de valores que de virtudes porque es más fácil valorar que tratar de vivir lo valorado. No son los valores los que están en crisis sino los seres humanos. No son los valores los que deben ser rescatados, sino los seres humanos que valoran. Y la esperanza está en la familia, porque el sistema educativo sólo transmite razones de peso en el campo científico y técnico, y omite hablar de valores y de moral. El futuro del país radica en la solidez o en la fragilidad familiar.

Benedicto XVI dice que el hombre vive relacionado con otros: con sus padres, su cónyuge, sus hijos y sus amigos. “Que una vida sea buena depende de que esas relaciones estén ordenadas estén ordenadas. “Pero ninguna de esas relaciones será correcta si la primera, la relación con Dios, no es apropiada”. Y esto es, en realidad, “el contenido de la religión”. (Peter Seewald, Benedicto XVI. Una mirada cercana, Palabra, España 2006, p. 25).

C.S. Lewis, escritor inglés, dice en su libro Los cuatro amores, que los amores humanos son realmente como Dios, pero sólo por semejanza, no por aproximación. Si se confunden estos términos, podemos dar a nuestros amores la adhesión incondicional que le debemos solamente a Dios. Entonces se convierten en dioses: entonces se convierten en demonios. Entonces ellos nos destruirán, porque los amores naturales que llegan a convertirse en dioses no siguen siendo amores. Continúan llamándose así, pero de hecho pueden llegar a ser complicadas formas de odio.

Lewis dice que resulta imposible amar a un ser humano simplemente demasiado. El desorden proviene de la falta de proporción entre ese amor natural y el Amor de Dios. Es la pequeñez de nuestro Amor a Dios, no la magnitud de nuestro amor por el hombre, lo que lo constituye desordenado. Hasta aquí, Lewis. Es decir; si absolutizamos a un ser humano, éste se convierte en nuestro dios, en “ídolo” y nosotros en idólatras.

Las conductas destructivas son engañosas, presentan una envoltura de gozo o de placer, pero terminan en desgracias, tristeza o soledad.

 
Image by Gerd Altmann from Pixabay


 

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