Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.

Pareciera que lo religioso tiene como punto focal a Dios mismo: reconocerlo, darle gracias, proclamar su gloria, pedirle dones, experimentar su amor y su ternura.

Pero puede ser que no sea así. Jesús nos pone sobre aviso sobre aquellos cuya oración consiste en exaltar los propios méritos, como en esta parábola del fariseo y el publicano (Lc 18, 9-14).

Fariseo que da gracias erguido porque no es como los demás. No es hipócrita y falso; es verdad que es recto, cumplidor de la Ley, religioso y piadoso. Por el contrario, el publicano, pecador, socialmente señalado como malo, está en un rincón del templo y no se atreve a levantar su mirada. Solo reconoce su condición de pecador y se abandona a la misericordia de Dios.

La sentencia fascinante de Jesús: el publicano salió justificado y el fariseo no.

No es aceptable al Dios que se ha revelado y sale al encuentro en Jesús, quien tiene la conciencia de sus propios méritos y menosprecia a los demás, débiles y urgidos de misericordia.

Lo importante y esencial en la vida religiosa, no es el narcisismo, la conciencia de la propia excelencia, sino la insondable misericordia de Dios.

Qué triste para un seguidor de Jesús, el pasar la vida condenando a los demás, ayuno de un corazón misericordioso y compasivo, como el Corazón traspasado de nuestro Redentor.

Actualizar el misterio de Cristo en nuestras palabras y en nuestra vida exige el practicar no solo la propia justicia religiosa, sino el amor misericordioso del Señor.

A veces se puede caer en el narcisismo de grupo. De los buenos, de los ortodoxos, de los que defienden la tradición, pero se olvidan de la comunión y de la caridad, necesaria la ortopraxis de la misericordia y la caridad para un cristiano.

La verdadera oración, nos permite reconocer nuestra miseria ante la santidad de Dios. Cuánto más cerca de Dios, de su Corazón, más cerca de su compasión, de su mirada compasiva y tierna.

Es insostenible ante la presencia de Dios, nuestra presunción de inocencia.

No es posible que no se reconozca siempre y en primer lugar la grandeza y la omnipotencia de Dios; que se experimente su majestad y su gloria; reconocer su bondad y misericordia, en lugar de contemplarse a sí mismo y al propio grupo, o secta.

La verdadera y sincera oración, nos lleva a cantar la grandeza del Señor, como lo hace la Santísima Virgen en su ‘Magníficat’ y a pedirle sus dones; el pseudocristiano fariseo, no pide, porque tiene su propia autosuficiencia y el oropel de su autoreferencia.

La oración no necesita muchas palabras, sino reconocer, desde la profundidad del corazón, como el publicano, ‘Señor, soy un pecador’.

Al final, esta vida soberbia, se diluye en el fracaso. Es el pelagianismo camuflado, de quien piensa que, con sus propias obras, sin la gracia, puede salvarse.

La conciencia de la propia miseria y pequeñez, ante la misericordia y el amor compasivo de Dios, nos lleva a experimentar su presencia. Nos llena de paz interior y de un deseo ardiente de trabajar por los demás, encontrando el hilo conductor de la existencia humana plena de la ternura divina.

Dios es amor y perdón. Participar y experimentar del ser divino, es abrirse al perdón inagotable de Dios y perdonar a los demás, como él nos ha perdonado.

 


 

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