Testimonio de un judío ortodoxo
Por Rebeca Reynaud
Mi nombre es Isaac, a los tres años comencé a estudiar en una escuela judía (yeshivá) de Jerusalén, donde se estudia la Torá y el Talmud. Mi padre era un hombre devoto, mi madre también era piadosa. En mi casa todo giraba en torno de la Torá. Soñaba con estudiar en una yeshivá en Nueva York. El Mesías era una figura lejana, esperada, pero era más un concepto que una esperanza activa. Para nosotros Jesús era simplemente un error histórico, un falso Mesías. Con los años ciertas grietas empezaron a surgir. En una conversación, caminando por una calle con un viejo amigo, él preguntó: ¿Alguna vez te has preguntado por qué Dios permitiría que millones de personas crean en un error tan grande como Jesús? Me reí nerviosamente. Le dije que no, pero esa frase se me clavó muy dentro.
En una cena de shabat (sábado) lancé la pregunta: ¿Por qué tanta gente piensa que Jesús es el Mesías si no lo es? El silencio fue la respuesta inmediata. Mi padre me miró como si le hubiera dado una bofetada. Mi madre se retiró. Un hermano me dijo: “Ten cuidado con ese pensamiento”.
Más adelante, en una noche, en la fiesta de Yom Kippur (Día de la Expiación o Día del Perdón) lloraba por algo que no sabía qué era, añoraba algo; mi fe se estaba rompiendo. Quise descubrir si era verdad o era mentira que Jesús fuera el Mesías. Me planteé: “¿Y si los judíos estamos equivocados?”. No me atrevía a decirla en voz alta, pero esa pregunta crecía dentro de mí. Yo amaba mi identidad, mi pueblo, mi fe, y, a la vez pensaba ¿por qué muchos hombres han muerto por esa verdad? Estudié casos, nombres, fechas, testimonios, mártires, misioneros. ¿Quién daría la vida por una farsa? Leí en secreto la vida de Jesús. ¿Qué hace a Jesús tan diferente de otros hombres? Empecé a conocer que Jesús perdonaba, comprendía, amaba, sanaba enfermos, no abolía la Ley, la cumplía. En Jesús encontré gracia. Si era el Mesías, yo lo había rechazado, lo habíamos rechazado como pueblo. Lloré como nunca antes lo había hecho, por haber empezado a creer en Él.
En una fiesta abrí mi Tanaj al azar y salió Isaías 53, capítulo del Siervo sufriente. Lo leí con ojos nuevos, viendo a Jesús en ese Siervo sufriente: “Varón de dolores”. Cada verso era como un cuchillo y un bálsamo a la vez. “Fue llevado como Cordero al matadero”. Era como si alguien hubiera escrito la Pasión de Jesús siglos antes. Cerré el libro y comencé a caminar en círculos: “Esto no puede ser. ¡No es posible que él sea el Esperado!”. Busqué cada verbo, cada raíz, cada matiz. Esa noche no dormí: Isaías 53 se quedó grabado como un eco. “En sus llagas fuimos curados”, comencé a orar, libremente, sin recitar. Me senté frente al espejo y no reconocía al hombre que veía. Por primera vez hablé con Dios como un hijo que no sabe si será escuchado. Le dije: “Adonai: Si Jesús es el que tú enviaste, házmelo saber, y si estoy en un error, líbrame de él. No me dejes vivir en la oscuridad”. Decidí cruzar líneas “peligrosas”, sentía un miedo extraño, no a perder mi fe sino a descubrir lo que durante años había negado.
Decidí leer lo impensable: El Nuevo Testamento, lo hice con cautela. Dentro de mí había una voz más fuerte que me decía: “La verdad no le teme a la búsqueda”. Fue así como conocí a Saulo. Leí a San Pablo, que era un estricto fariseo, cumplidor de la Ley, pensé: “Es como uno de nosotros, pero cambió y su cambio fue doloroso, ¿por qué arriesgarlo todo”. Leí una y otra vez su impactante conversión rumbo a Damasco: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”. Percibí en él una postura radical.
Cuando la verdad entra, desgarra al principio, pero luego, sana. Los Doce Apóstoles eran hombres comunes y corrientes, hasta que Alguien los transformó. Pensé, según me habían enseñado, que ellos habían cambiado y desfigurado la historia de Jesús. Pero comprendí que no pudo haber sido así, casi todos los Apóstoles murieron mártires: Pedro, Andrés, Santiago, Bartolomé, Mateo, Tadeo… Me preguntaba: ¿Morirías tú? Ellos no ganaron nada material ni prestigio social. Afirmaban que Jesús había resucitado, hablaban como testigos y eran capaces de testificar a costa de su vida. Reflexioné: ¿Y si no eran traidores del judaísmo? … Si ellos tenían razón, yo había vivido en la mentira. Esa revelación empezaba a doler.
Oré con todo el corazón, estaba frente a la verdad más peligrosa y más liberadora que jamás había conocido. Esa verdad me cayó como una losa. Dios: ¿Cómo puedo seguir negándolo? No tuve respuesta. Lo que percibí no fue una voz audible, no fue un rayo, fue una certeza, fue como si después de años caminando en la oscuridad, alguien simplemente hubiera encendido la luz, y en ese instante lo supe: Jesús es el Mesías… Lloré noches enteras. Cuando acepté esa Verdad no sentí condenación, sentí paz, una paz que nunca había experimentado en todos mis años de religión. Entendí el propósito detrás de la Ley, vi que Jesús no había venido a anular lo que Dios había hecho a nuestro pueblo, vino a cumplir las promesas, vino como el Cordero pascual que toma en sí nuestras iniquidades, las iniquidades de cada persona de toda lengua y nación.
Algo no cuadraba, más bien, algo empezaba a cuadrar.
Ahora entendía por qué tantos gentiles creían en Él. Jesús no era la invención de una secta, era el cumplimiento de las promesas hechas a Abraham, a Moisés, a los profetas. Pregunté: ¿Hay lugar para mí en los planes de Dios? Aceptar a Jesús fue como volver a nacer.
Perdí amistades, fui rechazado por mi familia, me miraron con dolor, con rabia, con incomprensión, me dijeron que había traicionado nuestras raíces, que cruzado una línea sagrada. Pero yo, jamás me he sentido más judío que ahora, porque creer en Jesús no me alejó del Dios de Israel. Tengo 35 años. Camino con heridas, sí, pero con esperanza, no lo entendí todo de golpe -fue un proceso-, no tengo todas las respuestas, pero sé que Jesús vino, vivió, sufrió, murió y resucitó, sé que es mi Mesías, y su nombre es Yeshúa, el Hijo del Dios viviente.
FUENTE: https://youtu.be/BJy0Y4HU9sE
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