Por P. Fernando Pascual
La humildad parece no estar de moda (quizá nunca lo ha estado). Hay en nuestros corazones un deseo de afirmarnos, de vernos superiores, incluso de considerar a los otros como sometidos a nuestra voluntad de poder.
Al observar a muchos niños pequeños, vemos cómo en seguida surge un deseo de independencia, de autoafirmación, de lucha, a veces con formas sorprendentes de egoísmo y de agresividad.
En la adolescencia, juventud, y a lo largo de la madurez, se incrementa ese deseo de autoafirmación, de soberbia, que luego nos desgasta y provoca dolor en otros.
Los daños surgen cuando buscamos hacerlo todo según nuestros deseos, cuando despreciamos consejos buenos por considerarnos autosuficientes, cuando no queremos rectificar para encasillarnos en lo que hemos decidido.
En ocasiones, esos daños durarán el resto de la vida. Por ejemplo, cuando un joven se introduce en ciertas dependencias destructivas (como la droga o el alcohol) por no querer seguir lo que le decían familiares y amigos. Aunque logre, tras un esfuerzo enorme, salir de su dependencia, los daños físicos y mentales durarán por años.
Para evitar tantos daños de la soberbia, necesitamos esa virtud de la humildad. No consiste en decir que somos peores de lo que somos. Tampoco consiste en negar las cualidades que Dios nos ha regalado, ni lo que hemos construido gracias a la ayuda de otros.
La humildad nos hace reconocer que no somos omnipotentes, que tenemos defectos, que nos resulta imprescindible pedir ayuda a otros, que necesitamos perdón para superar el pecado.
El humilde no desprecia, sino que sabe ver el bien que hay en cada uno. No se cierra en sus opciones, sino que acoge con prudencia un buen consejo. No se desanima ante un defecto, sino que busca superarlo con paciencia.
Si la soberbia oscurece las conciencias y provoca daños a nuestro alrededor, la humildad nos abre a la escucha, nos permite adoptar una actitud que nos lleva al arrepentimiento.
Sobre todo, la humildad nos abre a la acción de Dios, que ilumina nuestros corazones, y que nos permite ver lo poco que somos sin su gracia y lo mucho que nos ama al ofrecernos su misericordia infinita.