Por Redacción EO
Por años, el padre Christopher Hartley ha caminado junto a los más pobres del mundo. Lo hizo en los cañaverales de República Dominicana, entre las arenas del desierto etíope y las selvas de Sudán del Sur. Hoy, su andar continúa en las montañas escarpadas de la Sierra Madre de Guerrero, donde acompaña a comunidades mixtecas olvidadas por el Estado, pero no por la fe.
“Caminar descalzo tras las huellas del Nazareno” —dice— resume toda su vida misionera. En esas tierras áridas y fraternas ha aprendido a reír con los suyos, a llorar sus penas y a curar las heridas visibles e invisibles de un pueblo que sobrevive a fuerza de esperanza.
El hilo de los pies descalzos
Este verano, mientras recorría los caminos polvorientos de las comunidades, el padre presenció una escena que lo marcó: un niño recibiendo su primera comunión con los pies descalzos. “No puedo imaginar la emoción de Dios al habitar por primera vez en el corazón de aquel chiquillo tan pobre por fuera y tan noble por dentro”, escribió.
Para él, esos pies descalzos —de hombres, mujeres y niños— son el hilo conductor de toda una vida de servicio. Representan la dignidad y la fe de quienes, aun sin nada, lo tienen todo.
Las Misioneras Marianas: un reencuentro providencial
Su historia también está entrelazada con las Misioneras Marianas de México, a quienes conoció hace casi medio siglo cuando era seminarista en Toledo, España. Décadas después, ya como sacerdote, las invitó a República Dominicana para colaborar en el hospital católico que fundó en San Pedro de Macorís.
Veinte años más tarde, el destino volvió a cruzarlos: ahora en Guerrero. Las religiosas regresaron a trabajar en las zonas más apartadas de la parroquia, y pronto un grupo de tres hermanas y una candidata se instalará por seis meses en la comunidad de El Coyul, para vivir entre las familias mixtecas y llevarles el Evangelio.
Los misioneros del verano
Este año, decenas de sacerdotes, diáconos, seminaristas y laicos de España llegaron hasta estas montañas para compartir su fe. El grupo Schola Cordis Iesu visitó comunidades donde nunca había llegado un sacerdote. Bautizaron, confirmaron y celebraron matrimonios en lugares como Calpanapa, Tierra Colorada, Yuvi Cani y Barranca Ocotera.
Después llegó el seminario de Toledo, el mismo donde el padre se formó. En un centro de salud abandonado improvisaron su hogar y su capilla al aire libre. “Cada amanecer, sobre las montañas, adoraban a Cristo en la Eucaristía —recuerda—. Fue la catedral más hermosa, a cielo abierto”.
Varios de esos jóvenes celebraron en Guerrero sus primeros sacramentos: sus primeras comuniones, sus primeros bautizos. “Eso no se olvida jamás”, asegura el misionero.
Lágrimas y esperanza
No todo fue júbilo. El 17 de julio, la comunidad se tiñó de luto por el asesinato de una madre, su hija Ofelia y su conductor, víctimas de venganzas locales. Ofelia, de 19 años, había recibido la confirmación el año anterior y soñaba con servir a su pueblo. “Fue horrible —relata el padre—. Corrí con el Santísimo y los óleos, pero ya era tarde. Nadie ha venido a investigar. Vivimos sin ley, sin derechos, sin protección”.
Aun así, la misión no se detiene. Dos mujeres laicas decidieron vivir durante meses en Cruz Verde, una de las aldeas más aisladas. Con valentía limpiaron un viejo centro de salud y con una simple linterna, un cubo y su fe, enseñaron a 23 niños a rezar, confesarse y recibir la comunión. “Sus rostros felices pagaron todos los sacrificios”, dice el padre con orgullo.
Cuando los sueños se hacen carne
En septiembre, un nuevo capítulo se escribió en esta historia misionera. El arzobispo de Oviedo, Mons. Jesús Sanz Montes, junto con sacerdotes y un diácono, visitó la región. Ese día, con la presencia del obispo de Tlapa, Mons. Dagoberto Sosa Arriaga, se inauguró el Centro de Pastoral de San Pedro el Viejo y se bendijo una nueva casa para los misioneros.
“Fue un día inolvidable —cuenta el padre—. La Iglesia vino para quedarse, para acampar entre su pueblo como el Verbo el día de la Encarnación”.
Ahora, en esas montañas, tres nuevos sagrarios custodian la presencia de Cristo: uno en la casa curial, otro en la comunidad de las hermanas franciscanas y otro en la iglesia local.
Son signos concretos de que, pese a la pobreza y la violencia, la fe ha echado raíces en la Sierra Madre.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 19 de octubre de 2025 No. 1580






