La selección de cuatro películas realizada por León XIV para la audiencia dedicada al mundo del cine ofrece una reflexión sobre el sentido de la vida, el dolor y el amor que salva. Desde «La vida es bella» hasta «Sonrisas y lágrimas», pasando por «La vida es maravillosa» y «Gente común», emerge una mirada que une confianza y realismo. Son historias en las que la familia, la fragilidad y la reconciliación se convierten en caminos de luz.
Rosario Tronnolone – Ciudad del Vaticano
La vida es maravillosa, La vida es bella: los dos títulos de películas más distantes cronológicamente (la primera de 1946, la segunda de 1997) de las cuatro elegidas por León XIV como significativas de cara a la audiencia en el Palacio Apostólico dedicada al mundo del cine el sábado 15 de noviembre parecen reafirmar con fuerza una afirmación de confianza y esperanza. Junto con los otros dos títulos, Todos juntos apasionadamente (1965) y Gente común (1980), forman un políptico rico en referencias y sugerencias que evocan los temas de la familia, el sufrimiento, la esperanza y el amor. Y, más sutilmente, el tema del Padre.
«La vida es bella», el padre que salva
Todos recordamos la divertida y desesperada obstinación con la que, en la película La vida es bella, Guido Orefice (Roberto Benigni, también director de la película) protege a su hijo Giosuè del horror del Holocausto haciéndole creer que se trata de un juego que consiste en superar durísimas pruebas para ganar finalmente el ansiado premio, un auténtico tanque.
Y un auténtico tanque americano aparece al final de la película ante el niño que sale de su escondite en el campo de concentración abandonado por los nazis: la prueba, a sus ojos, de que lo que su padre le había contado era cierto. El padre, a costa de su vida, mantuvo su promesa y enseñó a su hijo a seguir creyendo y a no abandonarse al cinismo y la desesperación.
«Todos juntos apasionadamente», la armonía como salvación
La figura del padre también ocupa un lugar central en la película más ligera de las cuatro, el musical «Todos juntos apasionadamente» (The Sound of Music), de Robert Wise: el comandante austriaco Georg Von Trapp (Christopher Plummer), viudo y con siete hijos, contrata como institutriz a una joven, indisciplinada y cantarina novicia llamada María (Julie Andrews), que supera la desconfianza y la hostilidad de los chicos, los celos insidiosos de una bella baronesa enamorada del comandante y el peligro de los nazis que les persiguen mientras intentan refugiarse en Suiza (gracias también a la intervención de las monjas del convento, que sabotean los coches de sus perseguidores), armada únicamente con su contagioso amor por la música y la armonía que sabe difundir a su alrededor.
«La vida es maravillosa», el valor de una vida
El final de La vida es maravillosa (It’s a Wonderful Life), de Frank Capra, la película navideña por excelencia, también es coral. En ella, George Bailey, un honesto padre de familia (James Stewart, el rostro adulto más inocente del cine de Hollywood), llega a meditar el suicidio debido al fracaso de su pequeña empresa y a la pérdida accidental del dinero que le serviría para pagar una cuota vencida, sin la cual lo perdería todo a favor del despreciable Potter (que, por cierto, entró casualmente en posesión de ese dinero, pero se cuidó mucho de avisarle).
Para ayudar a George en este momento de crisis aparece un ángel de segunda clase, Clarence. Se nota que es de segunda clase: aún no tiene alas, pero tiene la sonrisa bondadosa y la mirada paciente de Henry Travers, y le muestra al desesperado George cómo, sin él y sin las pequeñas acciones cotidianas que ha realizado a lo largo de su vida (todas ellas marcadas por la generosidad y el sacrificio de sí mismo), las vidas de sus familiares, amigos y conciudadanos serían infelices y sin sentido. Y son precisamente esos amigos y conciudadanos los que demuestran a George, en el final, su gratitud en una conmovedora carrera de generosidad.
«Gente común», heridas y reconciliación
Pero si estos tres títulos, gracias al optimismo y la esperanza que transmiten, aparecen a menudo en la programación navideña de las cadenas de televisión, el cuarto título elegido por León XIV es el más inusual, el más doloroso, el más complejo, el más crudo en su crudeza, y me parece que también puede servir de clave para comprender la elección de los otros tres.
La muerte de un hijo es la premisa de Gente común (Ordinary People), de Robert Redford: Conrad, el hermano del chico fallecido, intenta suicidarse, incapaz de superar el sentimiento de culpa por haber sobrevivido; Beth, la madre (Mary Tyler Moore, un rostro televisivo tranquilizador que se desmorona en un personaje odioso), se refugia en una coraza de frialdad y autocontrol que confunde con capacidad de reacción, y que se transforma cada vez más en un odio mal disimulado hacia su hijo; Calvin, el padre (un dolorido, perdido y digno Donald Sutherland, injustamente olvidado por la Academia en las nominaciones a los Oscar de ese año), intenta mediar entre los dos y salvar lo que queda de su familia. El dolor lleva a herir y a hacerse daño, en una furia de golpes ciegos y obstinados que se suceden con obsesiva repetitividad (el Canon de Pachelbel es la eficaz banda sonora de la película), pero reconocerse frágiles y necesitados de amor es la única vía de salvación.
Y el abrazo final entre padre e hijo, que ahoga su mutua declaración de afecto, parece ser la única vía de salvación no solo para esa familia, sino también para la «gente común» de los años ochenta, y para la humanidad de hoy y de todos los tiempos.






