Por Rebeca Reynaud

Podría haber una bienaventuranza que dijera: “Bienaventurados los que controlan su mal genio”, ya que cuesta mucho el autodominio. El Señor le dice a Gabriela Bossis: “Cuando tu recibes con una sonrisa las pequeñas contrariedades de la vida diaria, con ello curas mis llagas” (n. 165).

El Libro del Eclesiástico o Sirácide dice: “Por ningún motivo te enfurezcas con tu prójimo, ni emprendas nada llevado de la ira” (10,6). Y añade: “No fue creada la soberbia para los hombres, ni el furor de la ira para los nacidos de mujer” (Sirácide 10,22). Por tanto, hay que moderar el carácter.

Cierto día, un guerreo apareció por allí; era famoso por su técnica de la provocación y quiso competir con el samurai. Los jóvenes se opusieron, pero el viejo aceptó el desafío. Juntos, todos se dirigieron a la plaza de la ciudad. El joven comenzó a insultar al anciano, le aventaba piedritas y le escupió en la cara y le grito insultos; pero el viejo permaneció impasible. Durante horas hizo todo lo posible por provocarlo. Al final, el impetuoso guerrero se retiró.

Los maestros le preguntaron:
—Pudiste usar tu espada, ¿cómo soportaste tanta indignidad?
El maestro les preguntó:
—Si alguien llega ante ustedes con un regalo y ustedes no lo aceptan, ¿a quién pertenece el obsequio?
—Al dueño del regalo, respondió uno de ellos.
—Pues los insultos, la envidia y la rabia pertenecen a quien los lleva consigo.

Piedras del edificio eterno, es un libro del Padre Pío, donde toma una imagen de los Santos Padres, dice: Toda alma destinada a la gloria eterna puede ser considerada una piedra constituida para levantar un edificio eterno. El constructor pule lo mejor posible las piedras… Lo consigue con el martillo y el cincel. Si el alma quiere reinar con Cristo, a ser pulida con golpes de martillo y de cincel, que el Artífice divino usa para preparar las piedras. ¿Cuáles son esos golpes? Las oscuridades, las tentaciones, las tristezas del espíritu, los miedos espirituales, que tienen un cierto olor a enfermedad, y las molestias del cuerpo.

Muchos problemas se resuelven con una sonrisa, y muchos problemas se evitan con el silencio.

Francisca Javiera del Valle escribe: La santidad se adquiere por la mortificación. A los muy mortificados, Dios suele darles a gustar de estas cosas. Nos exhorta mucho a que no tallemos ni pulamos a ninguno, porque el que talla y pule a otro está muy lejos de la propia santificación (81).

Heráclito de Efeso escribió: Hay que mostrar mayor rapidez en calmar un resentimiento que en apagar un incendio, porque las consecuencias del primero son infinitamente más peligrosas que los resultados del último; el incendio finaliza abrazando algunas casas a lo más, mientras que el resentimiento puede causar guerras crueles con la ruina y destrucción total de los pueblos.

Un teólogo moderno escribe: Experimenta hasta el fondo la cruz para poder experimentar hasta el fondo la resurrección. Jesucristo ha forjado a los santos haciéndolos pasar de cruz en cruz, aunque en el gozo, saboreado de antemano, de la resurrección (cfr. La sobria embriaguez del Espíritu, de Raniero Cantalamessa).

Gustavo Thibon nos advirtió que «uno de los signos cardinales de la mediocridad de espíritu es ver contradicciones allí donde sólo hay contrastes”.

El dominio de sí es especialmente necesario en el cultivo de la propia personalidad; cultivo, no culto. Hemos de cultivar la personalidad y la vida interior. Una buena mortificación es privarnos de distractores.

Relataré una anécdota sobre San Juan de la Cruz. Pocos años antes de su muerte, su hermano Francisco pasó unos días con él, y Juan le dijo: Quiero contaros una cosa que me sucedió con Nuestro Señor. Teníamos un crucifijo en el convento, y estando yo un día delante de él, parecióme estaría más decentemente en la iglesia, y con deseo de que no sólo los religiosos le reverenciasen, sino también los de fuera, hícelo como me había parecido. Después de tenerle en la iglesia puesto lo más decentemente que yo pude, estando un día en oración delante de él, me dijo: Fray Juan, pídeme lo que quisieres, que yo te lo concederé por este servicio que me has hecho. Yo le dije: Señor, lo que quiero que me deis es trabajos que padecer por vos y que sea yo menospreciado y tenido en poco. Esto pedí a nuestro Señor, y su Majestad lo ha trocado, de suerte que antes tengo pena de la mucha honra que me hacen tan sin merecerla[1].

Como fue en la vida así fue en la muerte. “Sus pies descalzos, que pisaron sólo espinas, hicieron florecer su camino en pos de él; y sus labios que gustaron tantas hieles, no exhalaron más que poesía” [2].

En donde hay viñas, las suelen podar cada año, para que la vid dé frutos. Cuando no se tiene el coraje para podar sólo crecen hojas. “Cuando nos creemos dueños de nosotros mismos y con poder para juzgarlo todo, nos destruimos. Porque no estamos en una isla con nuestro propio yo, no nos hemos creado a nosotros mismos; hemos sido creados y creados para el amor, para la entrega, para la renuncia, sabiendo negarnos a nosotros mismos. Sólo si nos damos, sólo si perdemos la propia vida –como dijera Cristo- tendremos vida”. Cuando el hombre se deja podar, es cuando puede madurar y dar fruto (Cardenal Ratzinger, La sal de la tierra, p. 179).

Dominar la tendencia a manifestar enojo:

Alejandro Farnesio (1545-1592), tercer duque de Parma, fue un militar sobrino de don Juan de Austria, que, cuando se reunieron para ver el plan de ataque de la batalla de Lepanto, él fue el único que no estuvo de acuerdo con lo que planteó don Juan, y sin embargo le pidió comandar él la batalla, y tuvieron el éxito que esperaban; ejemplo de unidad, de saber ceder, de hacer nuestro el parecer del otro, y de la eficacia que eso tiene.

Millán Puelles dice: somos libres, no estamos hechos del todo; pero somos, esto es, no lo tenemos todo por hacer.

Es momento de solicitar el discernimiento del Espíritu Santo.

[1] Ms. 12738 fol. 615 (Declaración de Francisco de Yepes), en Crisógono de Jesús, Biografía, en Obras de San Juan de la Cruz, La Editorial Católica, Madrid 1974.

[2] Gabriel de la Mora, Prólogo a Obras completas de San Juan de la Cruz, Porrúa, México 1989, pág. XIX.

 
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